La parábola del Buen Samaritano (Lucas 10:25-37) nos invita a ayudar con amor y compasión a los desconocidos que encontramos en nuestro camino. Mi padre era uno de ellos, y esta es su historia.
Nació en Croacia, que por aquel entonces formaba parte de Yugoslavia, pero mi abuela lo trajo a Estados Unidos cuando aún era niño. Toda su vida soñó con regresar a su patria y, por fin un día, billete en mano, estuvo listo para volver.
Cuando se acercaba la fecha de su viaje me llamó por teléfono y me dijo que la noche anterior había sentido como una explosión en la cabeza, que estaba débil y no podía caminar bien. Sospeché que mi padre había sufrido un leve derrame cerebral.
Con urgencia le aconsejé: «No vayas a Yugoslavia, papá; ve a ver al médico» y, aunque era muy testarudo, accedió a mi pedido. El médico lo examinó, le hizo algunas pruebas y le pidió que volviera en un par de días para ver juntos los resultados de los análisis. Llegado el momento, en lugar de volver a la consulta del médico, mi padre nos dijo: «Me siento bien. Salgo para Yugoslavia». Y así lo hizo.
Desde allí recibí una postal suya. Había llegado a Split, una ciudad costera sobre el Adriático. En la postal me describió la región como un lugar muy hermoso, pero también me contó que llevaba un ritmo muy acelerado; viajaba con amigos y se sentía… La frase estaba sin terminar; una línea sinuosa señalaba el recorrido del lápiz que se salía del margen, y eso me preocupó.
Llegó la fecha en que mi padre debía regresar, y mi hermano fue a buscarlo al aeropuerto de Detroit. Los pasajeros salieron del avión, pero papá no estaba entre ellos. Mi hermano me llamó enseguida y, en ese momento, se me pasaron por la mente tres palabras: «Ataque al corazón». Supuse que recibiría alguna noticia de mi padre, pero no fue así. Por fin, dos días después, llegó un telegrama con un breve mensaje: «Su padre está en el hospital. Ataque al corazón». No decía nada respecto a su estado actual ni a su localización. Creí que recibiría un nuevo mensaje con mayores detalles, pero tampoco fue así.
Decidí llamar a la embajada de Estados Unidos en Zagreb, la capital de Croacia. Una señorita contestó el teléfono y, bondadosamente, se ofreció a localizar a mi padre y telefonearme. Al día siguiente llamó y me dijo: «Lo siento, Sr. Blazen, su padre ha sufrido un ataque al corazón y se encuentra grave en un hospital», y se despidió con tiernas palabras de consuelo.
Me di cuenta de que papá estaba a punto de morir y deseé fervientemente estar a su lado antes de que eso ocurriera. Yo nunca había estado en Yugoslavia y necesitaba orientación respecto a mi viaje y permanencia en ese país, quizá por un tiempo prolongado. Repasé la lista de estudiantes yugoslavos que se encontraban en la Universidad Andrews, donde trabajaba. Al azar, elegí el nombre de un estudiante casado del Seminario de Teología y, al visitarlo, me dio consejos útiles y me dijo que haría algunos preparativos para mi llegada. Poco después tomé el avión rumbo a Yugoslavia. ¿Llegaría a tiempo?
Al llegar allí me enteré de lo que le había sucedido a mi padre: El día anterior a su regreso, visitó el lugar donde había nacido el mariscal Tito, ex presidente de Yugoslavia. Mi padre lo admiraba porque Tito había combatido contra los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. La casa natal se encontraba al pie de una colina muy alta en cuya cumbre había una tienda de recuerdos y un restaurante. Mi padre estaba más o menos a dos tercios de la cima de la colina cuando sintió un intenso dolor en el pecho a causa del ataque al corazón que estaba sufriendo. A pesar de todo, subió el tercio que quedaba y, al llegar a la cima, se desplomó.
A partir de ese momento se sucedieron eventos inesperados. Yo me había criado en el seno de una familia católica, y la relación con mi padre había sido muy difícil durante mi adolescencia cuando decidí convertirme al adventismo. Él se enojó en gran manera y dejó incluso de considerarme su hijo.
Poco imaginaba yo que a partir de su colapso en la cima de esa colina, al final de su vida, mi padre iba a tener tantos contactos con adventistas. Desde la colina trasladaron a mi padre a toda prisa a una clínica, y una médico adventista le aplicó una inyección directamente en el corazón que lo mantuvo con vida hasta que lo llevaron al hospital de Zagreb. La hermana de la médico, otra doctora adventista, trabajaba en ese hospital. Ella y otra enfermera adventista que trabajaba allí comenzaron también a visitar a mi padre.
Aunque parezca increíble, los padres de la esposa del seminarista yugoslavo a quien yo había pedido consejo vivían al lado del hospital. Este matrimonio visitó todos los días a mi padre. Le llevaron alimentos, aunque él se sentía demasiado débil para ingerirlos, y le prepararon jugos de fruta, alguno de los cuales pudo beber. Confortaron su dolorido cuerpo, lo ayudaron a levantarse y a acostarse y, además, le hablaron de Jesús. Cierto día, le preguntaron con afecto si había entregado su corazón al Señor y, con toda sinceridad, dijo que sí. Mi padre se había acercado al Señor porque, como en la parábola del Buen Samaritano, alguien se había acercado compasivamente a él, un desconocido a la vera del camino.
Todo eso había ocurrido antes de que yo llegara a Yugoslavia, pero aún sucederían grandes cosas. Al salir del avión en Zagreb, me abordó un señor alto, de apariencia distinguida, quien me dijo que me llevaría al hospital. Sin duda aquello formaba parte de los «preparativos» que el seminarista había hecho para mí. Rumbo al hospital, le dije a mi generoso anfitrión: «Supongo que es usted uno de los pastores de la ciudad», y me respondió: «Se podría decir que soy algo así». ¡Era el presidente de la Asociación Adventista! ¡Qué honor! Yo era un desconocido y él había venido a ayudarme. Qué contraste con los dos clérigos de la parábola, el sacerdote y el levita, que no quisieron servir a un desconocido gravemente herido.
Viví un momento inolvidable cuando entré en la habitación de mi padre en el hospital; él no sabía que había venido a verlo. Lo encontré sentado en el borde de la cama, sostenido por la enfermera y, al verme, noté cómo una creciente sonrisa se dibujaba en su rostro. Me invadió un torrente de emoción. Había llegado a tiempo; la bendición de Dios era evidente.
Cuando comenzamos a hablar, mi padre me dijo cosas que nunca olvidaré. Durante muchos años había anhelado que llegara a conocer al Señor y abrazara la fe adventista. Sus palabras fueron: «Si de él sale gente como esta, yo quiero formar parte de ese pueblo. Son gente noble». Con «gente como esta» se refería a los hermanos adventistas que habían estado visitando y cuidando del desconocido que habían encontrado a la vera del camino.
Poco después mi padre dijo: «Si salgo vivo de aquí, quiero bautizarme para unirme a estas personas». ¡Increíble! ¿Qué lo había llevado a tomar esa decisión? No había sido una doctrina, sino un grupo de adventistas que irradiaban el amor de Cristo.
Esto se sumaba a lo que había sucedido antes de que papá viajara rumbo a su patria. Cada año acudían a la Universidad Andrews yugoslavos adventistas procedentes de toda América del Norte para celebrar un congreso en el contexto de su cultura. Se me ocurrió que debía invitarlo a esas reuniones para que escuchara de nuevo su idioma natal y la música ejecutada con instrumentos que él mismo solía tocar. Aceptó la invitación y disfrutó mucho de la experiencia.
A la hora del sermón del sábado predicó el pastor Teodoro Carcich, croata de nacimiento que entonces era uno de los vicepresidentes de la Asociación General de la Iglesia Adventista. En un momento de su sermón comenzó a referirse a la marca de la bestia. Me preocupé pensando en cómo reaccionaría mi padre católico, sentado junto a mí. Comencé a orar en silencio: «Amado Señor: Ayuda al pastor Carcich a cambiar de tema». De repente, el predicador dijo: «En la zona del Estado de Washington, donde yo vivo, hay muchos católicos. ¿Saben? La única manera de atraer a un católico hacia la Iglesia Adventista es amándolo de corazón».
¡El pastor Carcich estuvo más acertado de lo que jamás pudo imaginar! Después del sermón, mientras papá conversaba con algunos, le pregunté al pastor Carcich si le gustaría conocer a mi padre. Respondió con un entusiasta: «¡Por supuesto!», y avanzó rápidamente en dirección a mi padre, como si fuera un tanque yugoslavo. ¡Uy! Le dio un abrazo gigantesco. Papá era un hombre grande, pero mi querido pastor era más grande aún, y todo lo que quedó a la vista de mi padre fue su rostro lleno de asombro. La expresión del amor y aceptación de los adventistas resultó conmovedora. Las palabras y las acciones del pastor Carcich fueron un anticipo de lo que iba a ocurrir en Yugoslavia tiempo después.
Un día, papá me dijo en su habitación del hospital, en presencia del presidente de la Asociación: «Pon tu mano derecha junto a la suya». Nuestras palmas y nuestros dedos quedaron paralelos. Entonces papá rodeó nuestras manos con las suyas y dijo, mirándome a los ojos: «Tú eres mi hijo». Y volviéndose hacia el presidente le dijo: «Usted es mi amigo». Sus palabras contrastaban con las que me había dirigido años antes: «Ya no eres mi hijo. ¡No hay lugar para ti en esta casa!». Ahora, en los momentos finales de su vida, declaró solemnemente que yo era su hijo, y creo que, en ese momento, nuestro Padre celestial también se inclinó hacia él y le dijo tiernamente: «Y tú eres mi hijo».
Los medicamentos que se le habían administrado a mi padre no habían aliviado sus fuertes dolores. Supe después que el ataque había destruido dos tercios de su corazón y su circulación era tan pobre que los dedos de los pies habían empezado a gangrenarse. El dolor y la sensación de frío eran intolerables. Le rogué al doctor que le administrara un analgésico más potente y, después de reflexionar un poco, me dijo que un medicamento más fuerte podría causarle un paro cardíaco. No obstante, decidió administrarle morfina, sumiéndolo en una dulce somnolencia.
Esa tarde, dos personas que había conocido me invitaron a cenar. Con papá descansando en el hospital, nos fuimos en automóvil hasta un restaurante lejano. Regresamos después de medianoche, y creí que me llevarían directamente al hotel; sin embargo, me preguntaron si quería ver a mi padre antes de irme a dormir. Acepté, y pocos momentos después me encontraba en la sala de terapia intensiva del hospital. En la quietud del momento, sin enfermeras presentes, me acerqué a la cama de papá. Estaba recostado sobre su almohadón, tal como lo había dejado. Le puse la mano encima y oré: «Amado Padre celestial: Perdónale sus pecados y recíbelo en tu reino eterno». Más o menos una hora y media después papá falleció. ¡Qué privilegio haber podido pronunciar una bendición sobre la persona que posibilitó mi presencia en este mundo!
Cuando era niño, papá me contó que una noche había tenido un sueño en el cual se le había señalado que debía dedicar diez días a Dios, y en varias ocasiones le pregunté si le había dado a Dios esos diez días. Siempre me contestaba: «No todavía, pero lo voy a hacer». Lo notable es que yo pasé diez días con mi padre en el hospital, y falleció en el día número diez, el día que los católicos denominan: «Día de Todos los Santos». Creo que mi padre, católico como era y adventista como llegó a ser, está incluído en la lista de los santos, como llama Pablo a los cristianos sinceros, y que los diez días que pasé con él, fueron los diez que se le habían pedido que ofreciese a Dios. Nunca debemos abandonar la esperanza en la salvación de un persona. La gracia de Dios se puede manifestar en cualquier momento, aún en medio del sufrimiento, incluso al final de la vida.
Antes del fallecimiento de papá, la enfermera del turno de noche dijo algo impactante: «Dios no es bueno. Yo soy buena». No era una blasfemia; quería decir que ella estaba haciendo todo lo posible para aliviar al paciente, mientras parecía que Dios no estaba haciendo nada por él. ¿Dónde estaban las evidencias de su poder? Sin embargo, yo sé que Dios estaba allí. Su presencia invisible estaba obrando en medio de los sufrimientos de mi padre. El Señor no le quitó sus dolores, pero su providencia lo guió a una sincera conversión, a conocer a Dios como su Salvador y Señor. Cuando papá despierte en la resurrección, se encontrará en los amantes brazos de Dios.
Pastor Carcich, usted tenía razón. El amor que los adventistas manifestaron a mi padre lo condujo hasta el Dios de amor. Y Elena G. de White estaba en lo cierto cuando escribió: «El último mensaje de clemencia que ha de darse al mundo, es una revelación de su carácter de amor» (Palabras de vida del gran Maestro, p. 342).
Eso ha de ocurrir por medio de nosotros, los siervos de Dios, al brindar amor y cuidado afectuoso a todo desconocido que encontramos en nuestro camino.