Simbología religiosa: sentido, origen, uso y adecuada aplicación.
Los símbolos son en general expresión de un concepto, idea o realidad corporativa concretados en una imagen, que permite una inmediata identificación. He aquí una breve exposición destinada a que reflexionemos todos en un intento de liberarnos de preconceptos y de mantenernos firmemente arraigados en los principios bíblicos.
Los seres humanos necesitamos signos, señales, banderas, estandartes, logos, imágenes corporativas, elementos de identificación, que de forma visible nos distingan y que nos permitan identificar e identificarnos. Algunos tienen un significado muy claro y evidente para la gran mayoría e incluso pueden considerarse prácticamente universales; otros, en cambio, resulta significativos únicamente para quienes conocen su origen, valor o sentido, por ser afines a su cultura o ideario.
Todo lo que es simbólico tiene la ventaja de expresar en un lenguaje visual conceptos a veces Simb complejos de forma sintética e inmediata. Sin embargo, por su propia virtud, la simplicidad, a menudo provoca malas interpretaciones por parte de quienes no conocen su verdadero propósito y alcance. Por eso hemos de ser cuidadosos en el uso de los signos y símbolos, procurando no descontextualizarlos, ni tampoco confundirlos con la realidad que evocan, ni mucho menos atribuirles propiedades o valores que ningún objeto de hechura humana puede tener.
En la Biblia abundan los signos y símbolos tanto materiales como inmateriales, así que tenemos diversos casos que nos orientan en cuanto a los principios que deben regir nuestro uso de la simbología religiosa.
El arco iris
Desde el principio del libro de los orígenes, y hechura del propio Creador, nos encontramos con el primer signo y símbolo que había de servir de recordatorio del pacto o compromiso con todas sus criaturas: «Dijo Dios a Noé y a sus hijos: […] “Estableceré mi pacto con vosotros, y no volveré a exterminar a todos los seres vivos con aguas de diluvio […]. Estará el arco en las nubes; lo veré y me acordaré del pacto perpetuo entre Dios y todo ser viviente, con todo lo que tiene vida sobre la tierra”» (Génesis 9: 8-16, cf. Ezequiel 1: 28; Apocalipsis 4: 3; 10: 1).
Evidentemente el Omnisapiente y Omnisciente no necesita que aparezca un arco en las nubes que le recuerde lo que él prometió. Somos los seres humanos que lo necesitamos. No hemos de olvidar, sin embargo, que, para los desconocedores de ese pacto —la inmensa mayoría de los habitantes de la tierra que no conocen la Biblia— el arco iris ha sido siempre algo mágico o simplemente un fenómeno natural que, desde que Newton descubrió la descomposición de la luz, se puede explicar por las leyes de la física.
El arco iris, con su incomparable sutil belleza, es siempre buen motivo para que los padres y educadores recuerden su origen a las nuevas generaciones, y les informen de su valor y sentido, de modo que ninguna tergiversación o mal uso de ese signo divino los pueda confundir.
El arco iris siempre ha sido un signo cristiano, como se refleja en numerosas obras de arte. Sin embargo hoy en día, en algunos lugares, es conocido como seña de identidad de dos colectivos bien distintos: los homosexuales, así como algunos movimientos de defensa del medio ambiente. A pesar de ello, rechazar el arco iris como signo y símbolo de la providencia divina, es obvio que sería un craso error por nuestra parte, ya que estaríamos cayendo en la trampa de eliminar un signo distintivo válido bajo la presión de grupos ajenos, lo cual nos llevaría a tener que renunciar a todo aquello que otros hayan usado de forma incorrecta, y en consecuencia a ocultar, si no perder, nuestra identidad, o parte de ella, ante la menor contingencia.
La serpiente
Otro caso del máximo interés para nuestra reflexión lo encontramos en el libro del Éxodo, pues resulta llamativo por varias razones que Dios le ordenara a Moisés hacer una serpiente de bronce.
- Primero, que el Señor eligiera como símbolo de salvación a la que era «más astuta que todos los animales» y que fue el medio diabólico introductor de todos los males del pecado, por lo que atrajo sobre sí la más terrible maldición (Génesis 3: 1, 14), resulta cuando menos llamativo.
- En segundo lugar, la serpiente era un animal sagrado entre los egipcios y otros pueblos de la región (ver «serpiente», por ejemplo en Diccionario bíblico adventista y en Wikipedia), lo cual, para un pueblo contaminado por el contacto directo con idolatría egipcia, fácilmente podía confundir a algunos.
- Podía ser motivo de idolatría, como más tarde ocurrió. Ezequías se vio obligado a hacer «pedazos la serpiente de bronce que había hecho Moisés, porque hasta entonces los hijos de Israel le quemaban incienso» (2ª de Reyes 18: 4).
A pesar de todo, Jesús tomó a esa serpiente como tipo de su propio sacrificio en la cruz, diciendo: «Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Juan 3: 14-15).
Está claro que un animal que puede identificarse con lo peor de lo peor, y puede asimismo simbólicamente, según el contexto, la intencionalidad y las circunstancias, ser ese mismo animal signo representativo del acto más sublime del amor de Dios, la muerte de Cristo en la cruz.
El Buen Pastor, el pez y la cruz
No creo que nadie dude de que el símbolo cristiano por excelencia es la cruz. Sin embargo, y precisamente por ser el símbolo cristiano por excelencia, desde bien pronto su sentido sufrió desviaciones y fue mal usada por sus pretendidos defensores.
La arqueología ha puesto de manifiesto que los primeros símbolos cristianos que se fijaron iconográficamente fueron el Buen Pastor y el pez.
Téngase en cuenta de que a pesar de que la palabra «pastor» hoy tenga connotaciones muy positivas entre nosotros, en la antigüedad, igual que hoy, el pastor de ovejas no tenía buena consideración social y los de este oficio tenían fama de gente poco de fiar. En la Biblia se menciona repetidamente a los «malos» pastores (Números 27: 16-17; 1ª de Reyes 22: 17; Ezequiel 34: 1-6; Mateo 9: 36, Marcos 6: 34, etc.). Recordemos que Amós, presentándose como alguien no muy bien considerado socialmente dice que es «boyero» (cuidador de bueyes, RV60, RV95, BA), «vaquero» (BJ, CI), «ganadero» (NBE) según unas versiones, o «cuidador de ovejas» (DHH, NVI). Todos sabemos por la historia de José (Génesis 46: 32-34) que «los egipcios consideraban a los ganaderos como una abominación. Este desprecio por ellos era particularmente virulento con respecto a los pastores de ovejas, que aparecen con frecuencia en las pinturas egipcias como seres miserables, sucios y barbudos, desnudos y medio muertos de hambre, y a menudo deformes y rengos» (“pastor”, Diccionario bíblico adventista, p. 904)
Por su parte el símbolo del pez como representación de Cristo, no se debe a ninguna analogía propiamente bíblica, sino simplemente a que «pez» en griego se dice IXTHYS (Ijthýs). Puestas en vertical, estas letras forman un acróstico: Iesús Jristós, Theú Yiós, Sotér = Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador.
La cruz, a pesar de la exaltación que hace de ella el apóstol Pablo (ver 1ª de Corintios 1: 17-18; Gálatas 5: 11; 6: 12-14; Efesios 2: 16; Filipenses 2: 8), había sido un elemento de tortura tan repugnante para la mayoría, que es lógico que usarla como signo distintivo resultaba difícilmente aceptable. Conforme el cristianismo fue siendo más conocido y la cruz dejó de ser usada como patíbulo, poco a poco pasó a ser el signo externo cristiano por excelencia.
Por supuesto que, igual que ocurrió con la serpiente mosaica, siempre habrá quienes acaben idolatrando la cruz y creando supercherías, hasta el punto que, como decía Lutero, en su tiempo había tantos supuestos milagrosos Lignum crucis (pedazos de la cruz donde fue crucificado Cristo) que resultaban suficientes para reconstruir varias cruces de gran tamaño.
En las misas satánicas también se usan cruces, y no por eso vamos a rechazar el símbolo cristiano por excelencia; ya que eso sería caer en el juego del anticristo que pervierte todos los signos cristianos fundamentales: el pan y el vino, la ordenación al sagrado ministerio, la confesión, la oración…
Lo que hemos de hacer es enarbolar los símbolos genuinamente cristianos, enaltecerlos y exaltarlos, pero a la vez limpiándolos de toda la escoria que se les ha ido acumulando a través de siglos de contaminación pagana. La autora Ellen G. White nos anima a alzar la cruz ante todo el mundo: «El Señor Jesús está llamando a obreros abnegados a que sigan sus pisadas, para caminar y trabajar por él, para levantar en alto la cruz, y seguir dondequiera que él los dirija» (Testimonios para la iglesia, t. 8, p. 35). «La iglesia padece de una mortífera enfermedad espiritual. Sus miembros han sido heridos por Satanás; pero no levantan la vista hacia la cruz de Cristo, como miraron los israelitas la serpiente de metal, para salvarse» (ibíd., t. 5, p. 188).
Y no olvidemos que no es lo mismo que un símbolo se use físicamente o virtualmente. En la mente del receptor de la comunicación es evidente que cuando se habla de la cruz inmediatamente se forma la imagen mental de ella. Jesús nos dejó bien claro que las imágenes mentales son tan válidas moralmente como las realizaciones físicas de cualquier elemento o acción (ver Mateo 5: 28).
El monograma
Uno de los símbolos cristianos más significativos es el llamado monograma de Cristo, que los católicos denominan crismón. Para evitar la representación iconográfica del Salvador los primeros cristianos crearon este significativo símbolo. Siempre es mejor representar la Divinidad, incluso encarnada, con símbolos abstractos o con abreviaturas de su propio nombre que con imágenes antropomórficas, además de ser lo más acorde con el segundo mandamiento del Decálogo.
Como se ve claramente en la imagen esquematizada [AXPO] aparecen las dos primeras letras del nombre de Cristo en griego (XPISTOS), que son la ji (similar a una equis [X] mayúscula del alfabeto latino) y la ro (parecida a una pe [P] del alfabeto latino). Y a ambos lados se ve las letras alfa (similar a la A del alfabeto latino) y omega (O), la primera y la última del alfabeto griego, tomando la imagen del Apocalipsis (1: 8-11; 2: 27; 21: 6).
El monograma aparece en las catacumbas y era un signo distintivo que, para quienes lo conocían, ponía de manifiesto un compendio de fe en Cristo como Alfa y Omega, Principio y Fin. En cambio, para los perseguidores de los cristianos, no eran más que eso, cuatro letras griegas más o menos adornadas.
Como sucede con todos los símbolos y elementos representativos de la fe cristiana, los cristianos no suficientemente despaganizados lo desvirtuaron atribuyéndole valores y poderes cuasimágicos. Según se dice Constantino incluyó el monograma en sus estandartes, y luego hasta fue acuñado en algunas monedas de un Imperio Romano seudocristianizado. Ahora bien, no podemos, ni debemos, permitir a ninguna confesión cristiana, y menos si hace mal uso de ellos, que monopolice, y menos aun que desvirtúe, símbolos cristianos de raíz puramente bíblica y de tanta expresividad.
Al contrario, al utilizar respetuosamente el monograma de Cristo nos estamos identificando con los primeros cristianos que no querían hacer imágenes del Hijo de Dios y lo querían exaltar y recordar por su nombre y sus atributos eternos, evocando un texto tan querido pos nosotros los adventistas del séptimo día como Apocalipsis 1: 7-9: «He aquí que viene con las nubes: Todo ojo lo verá, y los que lo traspasaron; y todos los linajes de la tierra se lamentarán por causa de él. Sí, amén. “Yo soy el Alfa y la Omega, principio y fin”, dice el Señor, el que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso».
Los símbolos trinitarios
En toda la cristiandad, incluida nuestra iglesia, la Trinidad siempre ha sido una doctrina muy debatida, y entre nosotros sigue habiendo reticentes a aceptarla. En realidad las definiciones teológicas de la Divinidad triuna son tan abstrusas, que por su propia condición no resulta nada fácil expresarlas gráficamente. La Biblia no da ninguna explicación directa sobre la Trinidad, simplemente la supone. Elena G. de White nos indica que «nadie debiera darle gusto a la especulación con respecto a la naturaleza de Dios. En esto, el silencio es elocuencia» (Testimonios para la iglesia, t. 8, p. 293)
Es cierto que todas las imágenes y figuras que representan a la Trinidad son muy limitadas. El propio concepto de «Hijo de Dios» sabemos cuantos malentendidos provoca entre los arrianos y semiarrianos. Ciertamente Dios no tiene un hijo en el sentido propio del término, pero es un término que nos aproxima a la relación que existe entre las dos primeras personas de la Divinidad. Sin embargo, hasta este concepto de Hijo de Dios ha llevado a una falsa conclusión para algunas mentes cuadriculadas, como es la idea de «madre de Dios». Ciertamente todas las imágenes pueden ser pervertidas, y hasta adulteradas, cuando se razona al contrario de lo que corresponde, y se quiere descubrir la realidad partiendo de la imagen.
La única imagen puramente bíblica de la Trinidad es el bautismo de Cristo, cuando se manifiesta el Padre audiblemente y el Espíritu Santo aparece en forma de paloma. Por eso no parece que nadie rechace a esta simpática avecilla como representación de la tercera persona de la Trinidad. También las llamas de fuego se han utilizado como representación del Santo Espíritu, como una imagen puramente bíblica, evocando su derramamiento en el aposento alto en ocasión del Pentecostés.
Ahora bien, muchos símbolos se han usado para representar la Trinidad globalmente. Probablemente el más conocido sea el triángulo equilátero, que en algunos casos enmarca un gran ojo que ocupa todo el espacio interior de este polígono, que al ser adoptado como símbolo masónico se ha desvirtuado y relegado prácticamente al olvido. El símbolo de las tres ramas de un árbol, poco acertada a nuestro juicio, o del trébol, no han conseguido mucho predicamento.
El árbol de Navidad
Dentro de la historia del adventismo también encontramos unos hechos que nos pueden ayudar a encontrar cuáles son los principios que deben regir la simbología cristiana.
Como registra Wikipedia, «se sabe del uso del árbol, adornado y venerado por los druidas de Centroeuropa, cuyas creencias giraban en torno a la sacralización de todos los elementos de la naturaleza. Estos pueblos celebraban el cumpleaños [sic.] de uno de sus dioses adornando un árbol perenne, coincidiendo en cercanía con la fecha de la navidad cristiana». Debido a ese evidente origen pagano de este símbolo hoy cristianizado, algunos de los primeros adventistas del séptimo día se oponían a la colocación del árbol de navidad en los hogares y en las iglesias. En el capítulo 77 de El hogar cristiano se recoge esta polémica que se desarrolló sobre todo en la revista Review and Herald y lo que inspirada y sensatamente respondió Elena G. de White, cuando en una carta le preguntaron «¿Tendremos un árbol de Navidad? ¿No seremos en tal caso como el mundo», respondió: «Podéis obrar como lo hace el mundo, si estáis dispuestos a ello, o actuar de forma tan diferente como sea posible de la seguida por el mundo. El elegir un árbol fragante y colocarlo en nuestras iglesias no entraña pecado, sino que este estriba en el motivo que hace obrar y en el uso que se dé a los regalos puestos en el árbol». Y cinco años más tarde, en la Navidad de 1884, escribió, para disipar las dudas que evidentemente se seguían suscitando: «No adopten los padres la conclusión de que un árbol de Navidad puesto en la iglesia para distraer a los alumnos de la escuela sabática es un pecado, porque es posible hacer de él una gran bendición».
Esto nos significa que tengamos que confundir a nuestros niños con tradiciones de origen extrabíblico como la de San Nicolás, Santa Claus, Papa Noel u otras similares. El árbol navideño puede evocar cosas bien distintas según las ideas religiosas, o no religiosas, de cada familia o grupo humano. Pero al igual que Moisés aprovechó un símbolo que era conocido por todos para darle un significado positivo, la orientación profética para el tiempo del fin también nos lleva por ese mismo camino.
El símbolo de nuestra iglesia
La Iglesia Adventista del Séptimo Día que siempre ha querido, porque es su misión, distinguirse y diferenciarse de las demás confesiones religiosas, porque nosotros tenemos una verdad presente peculiar y distintiva que proclamar.
Aunque estéticamente siempre se pueda discutir su acierto, pues para gustos están los colores y para opiniones los orígenes culturales de cada cual, de lo que no cabe duda es de que el logo oficial de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, es representativo y original, con lo cual se consigue una buena identificación del cuerpo eclesiástico al que representa.
La Asociación General adoptó ese logo como compendio de lo que somos: el pueblo del Libro, que predica a Cristo crucificado, muerto, resucitado, ascendido al cielo y ministrando en el Santuario celestial, acompañado con unas llamas triples que aluden a la esperanza de la lluvia tardía, el mensaje de los tres ángeles y evocan la trinidad de nuestro Dios.
¿Tenemos que renunciar a este símbolo porque contiene la cruz o porque algún otro elemento puede resultar confuso o rechazable para algunos?
La respuesta parece obvia.
Sacando conclusiones
Después de todas estas reflexiones es evidente que podemos sacar algunas conclusiones:
- Los símbolos pueden ser ambivalentes según las circunstancias, ya que no son la realidad, sino que la evocan parcialmente.
- Un mismo símbolo puede ser representativo de dos realidades diferentes e incluso opuestas, dependiendo del contexto cultural o histórico en el que se exponga. Como en todo lenguaje cada expresión tiene sentido únicamente dentro de un sistema conocido por el emisor y el receptor, y fuera de él puede o no tener sentido o incluso ser interpretado de modo erróneo.
- Puesto que el símbolo evoca una realidad, y esa realidad puede ser percibida de formas bien distintas, es tan relevante el propio símbolo como el contexto en el cual se usa.
- Nunca se debe confundir el símbolo con la realidad; pues esta únicamente se puede describir de modo aceptable con palabras, y el símbolo no es más que una forma abreviada de evocar una idea.
- Nunca se debe deducir de un símbolo la realidad total de lo que este representa.
- A menudo los símbolos tienen mucho valor y sentido en un medio cultural y en otro resultan irrelevantes.
- No podemos renunciar a la simbología, porque es una forma rápida de evocar a primera vista, ideas a menudo muy complejas.
- Tampoco podemos conceder valores unívocos o absolutos a un símbolo, ni calificarlo de bueno o malo en sí mismo y en todos los casos y circunstancias.
Siempre ha habido quienes, en su afán de distanciarse de Babilonia, caen en una especie de iconoclastia absoluta. Quienes hemos crecido en una sociedad donde el catolicismo marcaba la pauta de toda la vida social, e incluso era no solo la religión del estado sino que todos los ciudadanos estábamos obligados a conocer sus doctrinas, tenemos tendencia a rechazar cualquier representación pictórica, y no digamos ya escultórica, de Cristo y los ángeles, e incluso de los personajes bíblicos. Yo en esto sigo luchando para no caer innecesariamente en el extremismo, y para no rechazar las actitudes de quienes se hallan libres de esos traumas, y sobre todo de no negar ni su sinceridad, ni su consagración y fidelidad a los principios bíblicos.
Los pastores, profesores, comunicadores, y, sobre todo los escritores, tenemos una misión educativa que cumplir; de modo que los adventistas del séptimo día que quieren ser fieles a las puras enseñanzas bíblicas y a la orientación profética de Ellen G. White edifiquen su fe sobre una sólida roca doctrinal bíblica y no sobre las movedizas arenas de opiniones particulares basadas en la descontextualización de la Biblia y de la realidad histórica.
Además, en estas cuestiones, consideramos que lo más conveniente es aplicar aquel principio que expuso Pablo ante una controversia sobre cuestiones secundarias y ajenas a la sustancia de la fe, pero a las que algunos les daban un valor desmedido: «No prestes atención a discusiones que no ayudan en nada. Los que así discuten siempre terminan peleando» (2ª de Timoteo 2: 23, TLA).
Autor: Francesc X. Gelabert, ex vicepresidente jubilado de IADPA (APIA): Inter-American Division Publishing Association. Ministro comisionado jubilado de la División Interamericana. Autor de númerosos libros y artículos.
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Totalmente de acuerdo. Los símbolos son para recordarnos cosas, no para venerarlos o hacernos esclavos de los mismos.
Dios os bendiga y gracias por tan importante información.
Bendiciones, Edith.