Acabo de tener un sueño, más bien una pesadilla. Me encontraba nadando desde la orilla de una playa hacia una boya a la que quería alcanzar. Puedo, incluso, recordar su color: amarillo. De pronto una gran ola se levantó delante de donde yo me encontraba, enorme; no tendría menos de 6 o 7 metros, la cual cayó “a peso” sobre mí. No produjo en mi cuerpo ningún “bamboleo” sino que pareció caer literalmente, aplastarme. Y tampoco parecía dispuesta a retirarse, a pesar de que esto se producía cerca de la orilla. Por momentos, y a medida que pasaban los segundos, sentí que podía llegar a morir.
Me he despertado con la angustia propia del momento. Y de alguna forma, por asociación – o no sé bien por qué – mi mente se ha ido con fuerza a las escenas en que Pedro pronunció la oración más corta que se ha registrado en la Palabra: ”Señor, ¡sálvame!”, una oración llena de profundo sentimiento, de extrema realidad y aun de elevada teología.
En esta oración Pedro entiende quién es el Señor, el que puede salvar. Y entiende que en él no está la facultad de salvarse, que no le sirve su experiencia, sus conocimientos ni su fuerte carácter, y que está condenado en medio de las fuertes olas de aquel encrespado mar.
En esa oración había también gesto y acción: una mano que se extiende hacia Jesús y que se aferra a él con la fuerza de la desesperación, con la convicción de que la solución tampoco está en intentar volver a la barca, o en pedir ayuda a sus compañeros. No, la salvación sólo estaba en Cristo, ni en sí mismo ni tampoco en nadie, por cerca que estuvieran. Sólo aferrándose a él con todas las fuerzas podría vivir.
Puedo imaginar la intensidad de aquel aferrarse de Pedro cuando Jesús extendió su mano hacia él. En esa intensidad podemos encontrar la “pista” que nos muestra el camino: para no hundirnos, para salvarnos, debemos saber que su oferta gratuita de salvación y de poder, sólo puede transmitirse, de su mano a la nuestra, aferrándonos a Él: “Sin mí, nada podéis hacer”.
Por cierto, la boya de mi sueño era amarilla, pero no importa el color de nuestras metas o de nuestros sueños. Por otra parte, tampoco es decisivo si las olas alcanzan 6 o 7 metros, o incluso más. Lo definitivo siempre será si estás aferrado a Cristo
¡Que nuestro “cogernos” a Jesús se parezca a esa mano decidida, firme y definitiva de Pedro, extendiéndose en medio de las aguas!
La de Jesús, nos espera extendida.