Foto: Equipo de ADRA-ESPAÑA enviado a Ruanda. Dr. Miguel Gracia, (de pie, Izda). Pablo Gracia (5º desde la Izda. de pie), Pedro Torres (de pie a la derecha de Pablo Gracia), María Dolores Gascón (segunda desde la izda. primera fila). Susana De Madariaga (de pie, centro de la imagen).
Hoy se cumplen 20 años desde el inicio del genocidio de Ruanda. 20 años no son nada… y son demasiado.
Entonces yo tenía 20 años, y una novia valiente, cristiana, preciosa, que me acompañó “al fin del mundo”. Hoy, esa novia es mi esposa y me ha dado dos hijos preciosos. Seguimos siendo valientes, cristianos, y una familia preciosa… que no sé si otros allá, que quedaron atrás pudieron llegar a formar… ni si aún siguen vivos. Sé de varios que ya no lo están.
Hoy leí en las noticias que se celebra el 20 aniversario del genocidio de Ruanda. No es agradable celebrar este tipo de aniversarios. Muchos nombres se amontonan en mi mente, Dassany, quien fue protagonista de un relato Misionero mundial hace muchos años, contando su conversión, hasta que murió en Kigali de forma dramática; Ranjan Kulasekere, misionero oriundo de Sri Lanka, fue finalmente asesinado en las escaleras de su casa en Kigali, las mismas escaleras donde compartimos momentos entrañables (ver https://news.adventist.org/es/todas-las-noticias/noticias/go/1997-11-10/misionero-asesinado-en-ruanda/ ), Efrem, nuestro incombustible traductor del que supe que luego se casó y formó un hogar… Alfonsine, la cocinera, viuda de médico tras la guerra, testigo de la muerte horrible de sus propios hijos delante de ella. Fosas comunes marcadas a las orillas de las carreteras, miradas perdidas, gente arrastrando los pies junto con su vida, o lo que quedaba de ella, si quedaba algo…
Esta mañana mi mente se ha bloqueado por la inundación terrible de instantáneas que han salido del cajón del olvido tan pronto la noticia del aniversario quitó el cerrojo. El atraco de un soldado de apenas 15 años con una metralleta poniendo el cañón en mi cara al que respondí con enfado en calidad de lo que era, un niño asustado (Dios mío, lo pienso ahora… y mejor no lo pienso más). Los gritos de miedo de un traductor cuando perdí la pista del camino (¿carretera?) y me metí en lo que él dijo era un campo de minas, saliendo sobre nuestras propias huellas… El niño de ¿11 años?, vestido de soldado que recogimos cerca de Mugonero, camino de Kigali, y al que en un bache se le cayó una granada dentro del 4×4 en el que intentábamos viajar, 5 horas para ir a 90 kilómetros de distancia…
El equipo era algo tremendo y único, Dolores Gascón (enfermera), Miguel Gracia (pediatra), Pablo Gracia (logista y laboratorio), Susana De Madariaga (auxiliar de clínica) y un servidor (logista y teleco). Situaciones que ponen a prueba el mejor temple, y que construyen, marcan, moldean el carácter de por vida, y que hacen tomar decisiones que deciden el devenir de la vida de muchos.
¿Dónde está la imagen de Dios en este sinsentido, en esta locura emborrachada de dolor? Aunque parezca mentira, está allí, escondida esperando. También recuerdo la limpia sonrisa de los niños que corrían junto a la ventanilla del coche, a pesar de que esos ojos ya mostraban signos de haber visto lo que nadie debía haber contemplado en toda su vida. Niños que gritaban a la vida jugando, de repente desaparecían despavoridos porque uno de nosotros había metido la mano en el bolsillo para sacar algo… ¿un arma? Ellos qué saben… una cámara de fotos se convierte en una amenaza de repente.
Recuerdo el mercado de Kigali la primera semana. Vacío. Serio. Escaso. Parco en víveres como en personas. Pero también recuerdo el mismo mercado dos meses después. Bullicioso, lleno, vivo. Un grito escalofriante cruzó la calle poniendo el vello de punta. Me giré, y tras dos segundos, oí un gran llanto… de alegría. Dos amigas se habían reencontrado frente a la oficina de correos. Estaban vivas. Regresando a la oficina de ADRA, otra alegría, Monique, una administrativa había averiguado que uno de sus 5 hijos, aún estaba vivo, con 12 años, en el campo de refugiados de Goma. Ya no importaban la frontera ni los kilómetros.
La vida se abre camino en la desgracia. La imagen de Dios resurge. Las historias que nos contaban en la matutina del dispensario eran estremecedoras. Pruebas de fe. Personas que por ser fieles a Dios, a su esposa, entregaron su vida junto a la de la familia entera. Otros que sobrevivieron a un precio demasiado caro, al precio de su alma accediendo a matar a sangre de su sangre para… ¿salvar su propia vida? Los textos más repetidos: “Se fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de vida” (Ap. 2:10), “aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tito 2:13) entre otros. Los himnos que más se oían en las congregaciones: “Nos veremos junto al río” y “Cuando allá se pase lista”.
Te das cuenta de que tras el incendio, la vegetación crece. Tras el genocidio, incluso durante el mismo ya había nuevos niños naciendo. La vida se abre paso de nuevo. Ya han pasado 20 años y no podemos, no debemos, yo no quiero olvidar, para evitar repetir la historia. Aquellos momentos hicieron realidad en mi vida un sueño que muchos niños tienen, “ser misionero”. Pero nunca se está preparado para lo que viene después. Hoy me he dado cuenta de que el diario que escribí durante aquellos meses, lo cerré con la última palabra escrita. Hoy, ese diario aún sigue sin abrirse y sin haberse leído desde entonces. Ha estado 20 años cerrado, pero no ha quedado en el olvido lo que se vivió y se escribió.
Stanic, un amigo que vive en Bosnia, hoy me preguntó por mensajería instantánea algo interesante. “Pedro, ¿cuál es tu conclusión de todo esto que viviste?” Mi respuesta: “Esta experiencia fue lo que me llevó a tomar la decisión definitiva de estudiar teología”. No fue en aquel mismo momento, sino tiempo después. Stanic, que vive en un país con su propia historia dramática me lanzó otra pregunta esta mañana: “¿Hay alguna posibilidad de poder entender todo este desastre?”
Lo cierto es que no. El mal no tiene explicación y no se puede entender. Mi respuesta a Stanic fue: “El mundo nunca, nunca cambiará. Sólo la Segunda Venida [de Jesús] lo hará. Para que esto ocurra el Evangelio tiene que ser predicado. Esa fue mi conclusión, y desde entonces estoy en constante búsqueda de formas más eficientes de compartir el Evangelio, lo que me ha llevado a donde estoy ahora, comunicando las buenas nuevas a través de medios masivos”.
Me esperaba otra pregunta dura: “Entonces, ¿no crees en el impacto social [de la iglesia]? Me refiero a hacer estrategias para ayudar a la comunidad esperando un cambio en ellos hacia Jesús. Yo estoy un poco cansado de intentarlo [sin el éxito esperado].”
La respuesta que di es el drama de todo cristiano que desgasta su vida de la mejor forma posible: “Sí creo en el impacto social, pero no como solución. Es un deber que tenemos que cumplir mientras proseguimos en nuestra principal tarea, terminar la predicación masiva del Evangelio al mundo entero. Hay cambios en las personas, y los habrá… persevera amigo”.
Ruanda, 20 años no son nada… y son demasiado. Pasaron volando, pero son demasiado tiempo sin que se haya cumplido la promesa del regreso de Jesús a este mundo, por mi incompetencia cumpliendo lo que me pide que haga, comunicar las buenas nuevas.