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A cada uno de nosotros Dios nos ha dado riquezas y bienes, y también nos ha dado el derecho de consumirlas. Tomar nuestra parte y disfrutar de nuestro trabajo es un don de Dios.
(Eclesiastés 5,19)

Dios es amor y una de las manifestaciones más explícitas de dicha naturaleza es su generosidad. Dios da porque quiere y porque nos quiere. Dios crea mundos porque le agrada regalar entornos a sus criaturas. Dios proporciona vida porque anhela que el amor sea la naturaleza de todos y sobreabunde.

Contemplar a un Dios así, inmensamente generoso, despierta en nosotros valores que pensábamos dormidos y que, latentes en nuestros corazones, anhelan ser desarrollados. En primer lugar aflora el agradecimiento porque no merecíamos tanto cariño y, aún así, lo hemos recibido. El agradecimiento no solo surge del reconocimiento de cómo están las cosas sino del deseo de responder sobre lo único de lo que somos realmente dueños: nuestra actitud. Estar agradecidos es una disposición que abre la mejor puerta de la relación con lo divino.

Le continúa la seguridad porque se percibe que el Señor de todos los recursos, el Propietario de propietarios, está de nuestra parte. Tal comprensión nos aporta la confianza que nunca podrán proporcionar ni el dinero, ni los inmuebles, ni la posición social, ni la formación académica o profesional. Ponerse en manos de Dios es situarse en el espacio más protegido del universo. Aquel que cuida hasta los gorrioncillos no tiene ningún problema en ser nuestro aval y protector.

Además, ver las cosas como las ve Dios nos ayuda a entender su justicia, que no es como la nuestra ni por asomo. Aprendemos que no somos superiores ni inferiores a los demás porque todos estamos bajo el amante epígrafe de “Hijos de Dios”. Y un padre como Él sabe dar a cada hijo lo que realmente necesita y merece. Embargados de esa justicia nos hacemos empáticos y generadores de más justicia, igualdad y libertad.

En este contexto surge el desasimiento; el desapego de objetos, estatus, posiciones o privilegios. Interiorizar la generosidad divina es superar la tiranía de las cosas y convertirlas en lo que realmente son, un simple medio. Es superar el espejismo de las escalas sociales porque el edificio del cristianismo tiene una sola planta y se llama Jesús. Es detectar lo realmente importante que, por cierto, se encuentra más cerca de la palabra amable que de la letra bancaria, de la preocupación en la cercanía que del interés a largo plazo, del fondo del corazón que del fondo monetario. Para elevarse hay que eliminar lastre y henchirse de Espíritu.

Estos valores, irremediablemente, conducen a la colaboración porque en este mundo de irregularidades solo se construye iglesia trabajando en equipo. Todos tenemos un poco que aportar y juntos recomponemos el puzzle de la verdad, de la imagen divina y de la esperanza. Colaborar es poner manos a nuestra actitud, dar palabras a nuestra disponibilidad, aprender el bellísimo y divino arte de la generosidad.

Dios nos regala para que aprendamos a regalar. Nos hace sus socios para que tengamos certezas y tranquilidad. Reordena el tablero de nuestras vidas para que comprendamos el valor de cada pieza, de cada persona. Dios es así, un amor.

 

Víctor Armenteros. Doctor en Teología. Doctorado en Filología Semítica. Máster Universitario en Dirección y Gestión de centros educativos. Responsable del Ministerio de Gestión de vida cristiana de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en España.

Foto: Unsplash

Revista Adventista de España