“¿Quieres ser sano?”
“Hay en Jerusalem a la puerta del ganado un estanque, que en hebraico es llamado Bethesda, el cual tiene cinco portales. En éstos yacía multitud de enfermos, ciegos, cojos, secos, que estaban esperando el movimiento del agua.” Juan 5:2, 3.
En ciertos momentos las aguas de aquel estanque eran agitadas, y creíase comúnmente que esto era resultado de un poder sobrenatural, y que el primero que se sumergiera en el estanque, después del movimiento de las aguas, sanaría de cualquier enfermedad que tuviera. Centenares de enfermos acudían a aquel lugar; pero eran tantos que cuando el agua era agitada se precipitaban unos sobre otros y pisoteaban a hombres, mujeres y niños más débiles que ellos. Muchos no podían acercarse al estanque, y otros que habían conseguido alcanzarlo morían en la orilla. Se habían construído algunos cobertizos alrededor del estanque, para proteger a los enfermos del calor del día y del relente de la noche. Algunos pernoctaban bajo los portales, apiñándose en la orilla del estanque día tras día, con la vana esperanza de obtener alivio.
Hallábase Jesús en Jerusalén. Andando solo, en aparente meditación y oración, llegó al estanque. Vio a los pobres dolientes que esperaban lo que suponían ser su única probabilidad de sanar. Anhelaba ejercer su poder curativo y sanar a todos los que sufrían. Pero era sábado. Multitudes iban al templo para adorar, y él sabía que un acto de curación tal excitaría de tal manera el prejuicio de los judíos que abreviaría su obra.
Cuando ya no quedan fuerzas
Pero el Salvador vió un caso de miseria suprema. Era el de un hombre que había estado imposibilitado durante treinta y ocho años. Su enfermedad era en gran parte resultado de sus malos hábitos y considerada como castigo de Dios. Solo y sin amigos, sintiéndose excluido de la misericordia divina, el enfermo había sufrido largos años. Cada vez que se esperaba el movimiento del agua, los que se compadecían de su desamparo lo llevaban a los portales; pero en el momento propicio no tenía a nadie para ayudarle a entrar. Había visto agitarse el agua, pero nunca había podido pasar de la orilla del estanque. Otros más fuertes que él se sumergían antes. No podía contender con éxito con la muchedumbre egoísta y arrolladora. Sus esfuerzos perseverantes hacia su único objeto, y su ansiedad y continua desilusión, estaban agotando rápidamente el resto de sus fuerzas.
Esperanza
El enfermo estaba acostado en su estera y levantaba ocasionalmente la cabeza para mirar el estanque, cuando un rostro tierno y compasivo se inclinó sobre él, y atrajeron su atención las palabras: “¿Quieres ser salvo?” La esperanza renació en su corazón. Comprendió que de algún modo iba a recibir ayuda. Pero el calor del estímulo no tardó en desvanecerse. Recordó cuántas veces había tratado de llegar al estanque; y ahora tenía pocas perspectivas de vivir hasta que fuese nuevamente agitado. Volvió la cabeza, y cansado dijo: “Señor, … no tengo hombre que me meta en el estanque cuando el agua fuere revuelta; porque entre tanto que yo vengo, otro antes de mí ha descendido.”
Obedecer sin dudar
Jesús le dice: “Levántate, toma tu lecho y anda.” Vers. 6-8. Con nueva esperanza el enfermo mira a Jesús. La expresión de su rostro, el acento de su voz, no son como los de otro cualquiera. Su misma presencia parece respirar amor y poder. La fe del paralítico se aferra a la palabra de Cristo. Sin otra pregunta, se dispone a obedecer, y todo su cuerpo le responde.
En cada nervio y músculo pulsa una nueva vida, y se transmite a sus miembros inválidos una actividad sana. De un salto se pone de pie, y emprende la marcha con paso firme y resuelto, alabando a Dios y regocijándose en sus fuerzas renovadas.
Jesús no había dado al paralítico seguridad alguna de ayuda divina. Bien pudiera haber dicho el hombre: “Señor, si quieres sanarme, obedeceré tu palabra.” Podría haberse detenido a dudar, y haber perdido su única oportunidad de sanar. Pero no; él creyó en la palabra de Cristo; creyó que había sido sanado; inmediatamente hizo el esfuerzo, y Dios le concedió la fuerza; quiso andar, y anduvo. Al obrar de acuerdo con la palabra de Cristo, quedó sano.
El pecado incapacita
El pecado nos ha separado de la vida de Dios. Nuestras almas están paralizadas. Somos tan incapaces de llevar una vida santa como lo era el paralítico para andar. Muchos se dan cuenta de su desamparo; desean con ansia aquella vida espiritual que los pondrá en armonía con Dios, y se esfuerzan por conseguirla; pero en vano. Desesperados, exclaman: “¡Miserable hombre de mí! ¿quién me librará del cuerpo de esta muerte?” Romanos 7:24.
Jesús ofrece libertad
Alcen la mirada estas almas que luchan presa del abatimiento. El Salvador se inclina hacia el alma adquirida por su sangre, diciendo con inefable ternura y compasión: “¿Quieres ser salvo?” El os invita a levantaros llenos de salud y paz. No esperéis hasta sentir que sois sanos. Creed en la palabra del Salvador. Poned vuestra voluntad de parte de Cristo. Quered servirle, y al obrar de acuerdo con su palabra, recibiréis fuerza. Cualquiera que sea la mala práctica, la pasión dominante que haya llegado a esclavizar vuestra alma y vuestro cuerpo, por haber cedido largo tiempo a ella, Cristo puede y anhela libraros. El infundirá vida al alma de los que “estabais muertos en vuestros delitos.” Efesios 2:1. Librará al cautivo que está sujeto por la debilidad, la desgracia y las cadenas del pecado.
Todo es posible, en Cristo
El sentimiento del pecado ha envenenado las fuentes de la vida; pero Cristo dice: “Yo llevaré vuestros pecados; yo os daré paz. Os compré con mi sangre. Sois míos. Mi gracia fortalecerá vuestra voluntad debilitada; os libraré del remordimiento de vuestro pecado.” Cuando os asalten las tentaciones, cuando os veáis envueltos en perplejidad y cuidados, cuando, deprimidos y desalentados, estéis a punto de ceder a la desesperación, mirad a Jesús y las tinieblas que os rodeen se desvanecerán ante el resplandor de su presencia. Cuando el pecado contiende por dominar vuestra alma y agobia vuestra conciencia, mirad al Salvador. Su gracia basta para vencer el pecado. Vuélvase hacia él vuestro agradecido corazón que tiembla de incertidumbre. Echad mano de la esperanza que os es propuesta. Cristo aguarda para adoptaros en su familia. Su fuerza auxiliará vuestra flaqueza; os guiará paso a paso. Poned vuestra mano en la suya, y dejaos guiar por él.
El secreto: la comunión constante
Nunca penséis que Cristo está lejos. Siempre está cerca. Su amorosa presencia os circunda. Buscadle sabiendo que desea ser encontrado por vosotros. Quiere que no sólo toquéis su vestidura, sino que andéis con él en comunión constante.
Nota de la editora:
Nuestra perspectiva sobre la salud puede ser muy humana, pero también muy limitada. La salud, según la OMS no es la ausencia de enfermedad, sino el completo bienestar físico, mental, social (y yo añadiría espiritual). Ese completo bienestar, esa salud, solamente es posible en Cristo y en el mundo sin pecado que Él nos ofrece. Por eso, aunque Jesús no podía dejar de compadecerse del sufrimiento físico, y sanar a cuantos enfermos podía, la verdadera curación, la sanación completa, pasaba por ofrecerles salvación a través del perdón de sus pecados y la invitación a aceptar Su mensaje. El Maestro sabía que, aunque sanara físicamente a los enfermos, estos podían volver a enfermar, y que ese completo bienestar es imposible en este mundo. El pecado trastorna al ser humano y le hace sufrir física, mental, social y espiritualmente. La verdadera sanación es la solución al pecado. Cristo es esa sanación, porque Él es el camino a la restauración y a la vida eterna. Vivir conectados a Él es vivir conectados a la fuente de salud y vida. Tal vez no completa aquí, pero si completa cuando Él vuelva. (Esther Azón. Teóloga)
Elena G. White. Ministerio de Curación páginas 53-57