La idea de ser misionero comenzó en el cielo. Aun antes de que el pecado entrara al mundo, la Trinidad diseñó un plan para salvar a la humanidad en caso que Satanás tuviera éxito en hacerla caer. Dios el Padre enviaría a su Hijo para salvar a las almas perdidas. Sería una misión costosa: Emanuel, Dios con nosotros. «Cristo cargaría con la culpa y la vergüenza del pecado, que era algo tan abominable a los ojos de Dios que iba a separar al Padre y su Hijo. Cristo descendería a la profundidad de la desgracia para rescatar la raza caída».1
Cristo, adorado en el cielo, dejó la pureza, la paz y el gozo del Paraíso para cumplir la misión divina en este mundo oscuro y lleno de pecado. Su misión era clara: buscar y salvar a los perdidos.
Desde el comienzo, la misión divina sigue siendo la misma y, a lo largo de los siglos, Dios ha enviado misioneros a cumplir sus propósitos.
Dedicados a la misión
Durante 120 años, Noé rogó a los antediluvianos que se prepararan para el diluvio que llegaría (Gén. 6:3; 1 Ped. 3:20; 2 Ped. 2:5). Durante esos años, Noé se aferró tenazmente a las promesas de Dios, mientras soportaba las burlas y el ridículo de los mismos que él procuraba ayudar a salvar.
«No importa su edad, nacionalidad o sexo, Dios lo llama a ser parte de su misión».
Dios envió a Abraham con una misión: ir a la tierra que él le mostraría y ser una influencia piadosa para los cananeos, para que pudieran arrepentirse antes de que fuera demasiado tarde. Dios les dio un tiempo de gracia antes de ser destruidos (Gén. 12:1-3; 15:15, 16).
De adolescente, José terminó contra su voluntad en un país extraño. A pesar de ello, escogió ser el misionero de Dios, brindando luz e integridad en un hogar pagano. A pesar de las circunstancias más difíciles, siguió haciendo brillar su luz más allá de las rejas de una prisión egipcia. Más tarde, Dios escogió usar a su misionero fiel para salvar toda la tierra de Egipto y otros países durante años de terrible hambruna (Gén. 37:25-28; 39:8, 9, 21-23; 41:37-41).
Una intensa «capacitación misionera»
Moisés pasó por una intensa «capacitación misionera», primero a los pies de su madre, quien «trató de inculcarle la reverencia a Dios y el amor a la verdad y a la justicia, y oró fervorosamente que fuera preservado de toda influencia corruptora». Jocabed «le mostró la insensatez y el pecado de la idolatría, y desde muy temprana edad le enseñó a postrarse y orar al Dios viviente, el único que podía oírlo y ayudarlo en cualquier emergencia».2
En la corte de faraón, Moisés recibió la más alta capacitación civil y militar, recibiendo entrenamiento logístico que le serviría para liderar a una vasta multitud al salir de Egipto y a través del desierto (Hech. 7:22). Sin embargo, antes de estar listo para esa obra, Moisés necesitó una tercera fase de capacitación misionera, la que Dios le brindó en el desierto.
Elena White escribió: «Aun tenía que aprender la misma lección de fe que se les había enseñado a Abraham y a Jacob, es decir, a no depender, para el cumplimiento de las promesas de Dios, de la fuerza y sabiduría humanas, sino del poder divino […]. En la escuela de la abnegación y las durezas había de aprender a ser paciente y a controlar sus pasiones. Antes de poder gobernar sabiamente, debía ser educado en la obediencia».3 Solo entonces Moisés estuvo listo para servir como uno de los más grandes misioneros de Dios.
A buscar y salvar
Rahab, una mujer de Jericó, ayudó a salvar a toda su familia cuando compartió su encuentro con los espías israelitas y su fe en el Dios de ellos (Jos. 2:12-14; 6:17).
Daniel y sus tres amigos fueron enviados como misioneros al poderoso reino de Babilonia. Con los años, llevaron a cabo fielmente la misión de Dios en la corte real. Gracias a ese testimonio, Nabucodonosor finalmente entregó su corazón al único Dios verdadero. Puede leer el testimonio del rey en Daniel 4:34-37.
Una joven israelita sirvió como la fiel misionera de Dios en casa de sus captores sirios, lo que llevó a que Naamán, comandante del ejército del rey, declarara: «Ahora conozco que no hay Dios en toda la tierra, sino en Israel» (2 Rey. 5:15).4
Aun el reacio misionero Jonás ayudó a salvar a sus enemigos al predicar la Palabra de Dios a los ninivitas (Jon. 3:4-10).
La misión divina en el Nuevo Testamento
En el Nuevo Testamento la misión fue la misma que en la antigüedad: buscar y salvar lo que se había perdido. Jesús, por supuesto, es el Misionero; el más consumado. El «era el Verbo, [y] el Verbo estaba con Dios y […] era Dios […]. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad» (Juan 1:1, 14). Jesús reveló la misión divina de amor y misericordia en toda su plenitud.
Mientras estaba en este mundo, Jesús brindó capacitación misionera práctica a los apóstoles. Elena White observó: «Mientras Jesús ministraba a las vastas muchedumbres que se congregaban en derredor de él, sus discípulos le acompañaban, ávidos de hacer cuanto les pidiera y de aliviar su labor. Ayudaban a ordenar a la gente, traían a los afligidos al Salvador y procuraban la comodidad de todos. Estaban alerta para discernir a los oyentes interesados, les explicaban las Escrituras y de diversas maneras trabajaban para su beneficio espiritual. Enseñaban lo que habían aprendido de Jesús y obtenían cada día una rica experiencia».5
Cuando Jesús envió a los apóstoles de dos en dos, y más tarde a los setenta (Lucas 10), los instruyó para que cumplieran la misión divina al predicar diciendo: «El reino de los cielos se ha acercado» (Mat. 10:7). Asimismo, los apóstoles tenían que sanar enfermos, limpiar leprosos, resucitar muertos, echar fuera demonios; «de gracia recibisteis, dad de gracia» (vers. 8), les dijo; y les recordó que el poder de hacer esas cosas provenía del cielo y no de ellos mismos.
Después de la resurrección
Poco después de la resurrección de Cristo, las mujeres frente a la tumba recibieron una misión muy especial: «Id, decid a sus discípulos, y a Pedro, que él [Jesús] va delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis, como os dijo» (Mar. 16:7).
Ese mismo día, otros dos seguidores de Cristo –Cleofás y su amigo– se convirtieron en misioneros cuando sus corazones comenzaron a arder mientras escuchaban que Jesús les explicaba las Escrituras en camino a Emaús. Sin contener el gozo, se apresuraron para cumplir la misión divina de contar a los discípulos que Jesús había resucitado (Luc. 24:13-35).
Justo antes de regresar al cielo, Cristo mandó otra vez a sus discípulos diciéndoles: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura […]. Ellos, saliendo, predicaron en todas partes, ayudándolos el Señor y confirmando la palabra con las señales que la acompañaban» (Mar. 16:15, 20).
Cuando pensamos en los misioneros nos acordamos de Felipe, que fue enviado a dar un estudio bíblico y bautizar a un funcionario de la corte real de Etiopía (Hech. 8:26-40). También pensamos en Esteban, quien con tanta valentía fue testigo ante el Sanedrín, aunque le costó la vida. Aun así, desde la sangre de su martirio surgió uno de los más grandes misioneros: Saulo, quien más tarde llegó a ser conocido como Pablo (Hech. 7:58; 9:1-22). También recordamos a Bernabé, Silas, Juan Marcos y Timoteo, quienes cumplieron importantes tareas para llevar a cabo la misión de Dios.
Otros misioneros
En el poderoso libro El conflicto de los siglos, vemos que a lo largo de la historia Dios siempre ha tenido personas dispuestas a llevar a cabo su misión, aun si eso significó perder la vida.
En 1874, la Iglesia Adventista envió sus primeros misioneros oficiales –John N. Andrews y sus hijos adolescentes Mary y Charles– a Basilea (Suiza). Angeline, la esposa de Andrews, había fallecido dos años antes. Cuatro años después su hija contrajo tuberculosis y murió y solo cinco años más tarde, mientras aún estaba en Europa, el propio Andrews también falleció de tuberculosis y fue sepultado en Basilea.
Desde ese momento, muchos miles de adventistas han ido de misioneros y, al igual que John y Mary Andrews, muchos jóvenes y ancianos han dado la vida mientras cumplían con fidelidad la misión divina.
A pesar de ello, la misión de Dios siguió adelante, y hoy –en parte gracias al sacrificio de los muchos que respondieron al llamado divino para ir al extranjero– más de diecinueve millones de personas en más de doscientos países han aceptado la verdad revelada por Jesús y se han unido a este movimiento divino.
La misión de Dios en el presente
En el presente, en un mundo donde habitan más de siete mil millones de personas, aún hay mucho por hacer para cumplir con la misión divina. Dios llama a que cada uno cumpla una parte en la misión. No importa la edad, nacionalidad o sexo, Dios lo llama a usted a ser parte de su misión. Puede llamarlo a ser misionero en su vecindario, su colegio, su lugar de trabajo, o dentro de su círculo de influencia. Doquiera esté, Dios necesita su colaboración en la misión de buscar y salvar a los perdidos.
Las interacciones de la vida diaria son la manera más fácil de testificar. Permita que el Espíritu Santo lo guíe a las personas correctas, y entonces comparta con calma y naturalidad su testimonio y aliento de una manera apropiada, según la conducción del Espíritu. Testificar debería ser un gozo y el resultado de nuestra relación con el Señor. Dios abrirá el camino.
¡Todos tienen que ser parte de la misión divina! Al participar de la misión, es sumamente importante permanecer cerca del Señor mediante el estudio de la Biblia, del Espíritu de Profecía y la oración constante.
Cada adventista, un misionero
La inspiración nos dice que «si cada miembro de la iglesia fuese un misionero activo, el Evangelio sería anunciado en poco tiempo en todo país, pueblo, nación y lengua».6
¡Jesús viene pronto! Levante en alto esa bandera y compártala de manera práctica, llevando a los que lo rodean hacia aquel que nos ha salvado y que ha prometido llevarnos pronto al hogar. Trabajemos juntos para cumplir con su sabiduría y fortaleza la misión que Dios nos ha encomendado. Por la gracia de Dios, que cada adventista sea un misionero involucrado en la Participación Total de los Miembros, para apresurar el regreso de Cristo.
Referencias:
1Elena White, Patriarcas y profetas, p. 43.
2Ibíd., p. 221.
3Ibíd., p. 225.
4Los textos bíblicos han sido extraídos de la versión Reina-Valera 95® © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995. Usada con autorización.
5Elena White, El Deseado de todas las gentes, p. 315.
6Elena White, Testimonios para la iglesia, t. 9, p. 26.
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Preguntas para reflexionar
1. ¿Qué está haciendo su congregación local para ser misioneros en la comunidad? ¿Y en el campo mundial?
2. Aun si usted ha servido como misionero en otra parte o país, ¿se ve también como misionero en su propio vecindario y comunidad? Si es así, ¿de qué maneras?
3. ¿Se le hace difícil hablar a otros de Jesús? Si es así, ¿por qué? ¿Hay algo que usted pueda hacer para cambiar esa situación?