El carácter del cristiano se muestra por su vida diaria. Dijo Cristo: «Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos» (Mateo 7:17).
Nuestro Salvador se compara a sí mismo con una vid, de la cual sus seguidores son las ramas. Declara sencillamente que todos los que quieren ser sus discípulos deben llevar frutos; y entonces muestra cómo pueden llegar a ser ramas fructíferas. «Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto de sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí» (Juan 15:4).
El apóstol Pablo describe el fruto que el cristiano ha de llevar. Él dice que es «en toda bondad, justicia y verdad «(Efesios 5:9). Y de nuevo leemos: «Más el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza» (Gálatas 5:22, 23).
Andemos con Cristo
«El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo» (1ª de Juan 2:6). No podemos afirmar que somos incapaces de hacerlo, porque tenemos la seguridad: «Bástate mi gracia» (2ª de Corintios 12:9). Al mirarnos en el espejo divino, la Ley de Dios, vemos el carácter excesivamente pecaminoso del pecado, y nuestra propia condición perdida como transgresores. Pero por el arrepentimiento y la fe somos justificados delante de Dios, y, por la gracia divina, capacitados para prestar obediencia a sus mandamientos.
Aquellos que tienen un amor genuino hacia Dios manifestarán un ferviente deseo de conocer su voluntad y de realizarla. Dice el apóstol Juan, cuyas epístolas tratan tanto acerca del amor: «Este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos» (1ª de Juan 5:3). Muchos que saben que son los objetos del amor y el cuidado de Dios, y que desean recibir sus bendiciones, no encuentran placer en hacer su voluntad. Consideran los requisitos de Dios para con ellos como una restricción desagradable; sus mandamientos, como un yugo gravoso. Pero el que está buscando verdaderamente la santidad del corazón y la vida se deleita en la Ley de Dios, y se lamenta únicamente de que esté tan lejos de cumplir sus requerimientos.
Muchos se apartan de una vida tal como la que vivió nuestro Salvador. Sienten que requiere un sacrificio demasiado grande, imitar al Modelo, llevar frutos en buenas obras, y luego soportar pacientemente las podas de Dios para que lleven más frutos. Cuando el cristiano se considera a sí mismo solo como un humilde instrumento en las manos de Cristo, y trata de realizar con fidelidad todos los deberes, descansando en la ayuda que Dios ha prometido, entonces llevará el yugo de Cristo y lo encontrará liviano; llevará cargas por Cristo, y las hallará ligeras.
Contemplemos a Cristo
Cuanto más contemplemos el carácter de Cristo, y cuanto más experimentemos su poder salvador, más agudamente nos daremos cuenta de nuestra propia debilidad e imperfección, y más fervientemente consideraremos a Cristo como nuestra fortaleza y nuestro Redentor. No tenemos poder en nosotros mismos para limpiar el templo del alma de su contaminación; pero cuando nos arrepentimos de nuestros pecados contra Dios, y buscamos el perdón en virtud de los méritos de Cristo, él impartirá esa fe que obra por amor y purifica el corazón. Por fe en Cristo, y por la obediencia de la Ley de Dios, podemos ser santificados, y así obtener la preparación para asociarnos con los santos ángeles y con los redimidos de altos mantos en el Reino de gloria.
No es solamente el privilegio, sino también el deber de todo cristiano mantener una íntima unión con Cristo, y tener una rica experiencia en las cosas de Dios. Entonces su vida será fructífera en buenas obras. Dijo Cristo: «En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto» (Juan 15:8). Cuando leemos acerca de la vida de hombres que han sido eminentes por su piedad, a menudo consideramos su experiencia y sus conquistas como muy fuera de nuestro alcance. Pero este no es el caso.
Pidamos el Espíritu Santo
Cristo murió por todos; y se nos asegura en su Palabra que él está más dispuesto a dar su Espíritu Santo a los que se lo piden, que los padres terrenales a dar buenas dádivas a sus hijos. Los profetas y los apóstoles no perfeccionaron caracteres cristianos por milagro. Ellos utilizaron los medios que Dios había colocado a su alcance; y todos los que desean aplicar el mismo esfuerzo obtendrán los mismos resultados.
Texto extraído de La edificación del libro de Elena de White, Carácter y personalidad (Buenos Aires: ACES, 1955), capítulo 10.
Autora: Elena de White, mensajera del Señor, escritora y predicadora. Entre sus muchos escritos se encuentran cientos de valiosas cartas.
Publicación original: Permanecer en Cristo