Allí, en plena Gran Vía barcelonesa, se me presentaban. Había oído hablar de ellas pero ahora podía contemplarlas. Eran las deslumbrantes e iconoclastas luces de Navidad del año pasado. Entiendo que los poderes tienden al adoctrinamiento pero aquello me parecía excesivo si no ridículo. Escritas en leds se encontraban expresiones como “xin xin xin” (“chin chin chin” en español), “glup glup glup”, “yam yam yam” (supongo que “ñam ñam ñam”) o “muac muac muac”. Onomatopeyas (palabras que expresan sonidos) que representaban la experiencia usual de las fiestas: brindar, beber, comer y besarse. Era la simplificación de la Natividad de Jesús hasta convertirse en navidad laica. Disonante eso de “navidad laica”, ¿no? Bueno, disonante y actual porque no deja de ser menos paradójico que “carne vegana”, “Inteligencia Artificial” (siempre me pregunto qué cociente intelectual tiene esa inteligencia), “Smart TV” o “coche autónomo” (¿asesino o suicida?).
Onomatopeyas laicas
Allá, al fondo, vi una expresión que me alentó algo: “fum fum fum” (“humo humo humo” dicho en catalán). Era el recordatorio tímido de un villancico. Aquel que dice que un 25 de diciembre nació un niñito en el portal de Belén. No entré a discutir sobre la fecha ni sobre el color de piel de ese pequeñajo porque un diminuto resquicio de la historia se colaba entre tanto postureo instagrámico. Nunca he llegado a comprender totalmente las razones por las que esa onomatopeya no se tradujo y se mantuvo en catalán. Quizá fuera, simplemente, una cuestión de ritmo. Sea como fuere, ese “fum fum fum” huele a frío y leña, a hogar (de chimenea) y hogar (de familia), a evitar lo etéreo y captar lo esencial del recordatorio navideño.
Entonces no lo pensé, pero ahora sí. Las onomatopeyas se asocian con la infancia, con procesos pedagógicos de la formación de un niño. Por eso, durante un tiempo, el perro es solo “guauguau”; la vaca “mú”; el gato, “miau”; y el automóvil, “ronrón” (¿qué sonido le pondremos a los eléctricos?). Los villancicos, recordando al Infante de los infantes y yendo a lo básico del Evangelio, se caracterizan por sus onomatopeyas y repeticiones. Son pegadizas y se memorizan con facilidad. Quizá, en estos tiempos de patéticas navidades laicas, sería bueno detectar los mensajes que mantienen y que han identificado al cristianismo durante siglos.
Mensajes cristianos
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Y paz y paz (“Al mundo paz”)
No es una onomatopeya pero sí una repetición que bien puede hacer referencia al canto de los ángeles y a la certeza de salvación para este mundo. El grito de “hosanna” (“nos salva”) en las alturas se concreta en paz en nuestras “bajuras” (“Y Jesús perdón le da”). No una paz de confort si no de plenitud. En Jesús hay paz en medio de las guerras, de las enfermedades y muertes, de las incertidumbres. El reino de los cielos ha llegado, ahora también es reino de la tierra, y nos propone que seamos pacificadores, que recordemos que ese pequeño creció hasta hacerse redentor.
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Ropo pom pom (“El tamborilero”)
No es necesaria mucha imaginación para visualizar a los pastores frente esa grandeza tan diminuta (y no hay ninguna disonancia sino mucho misterio). Con sus escasos recursos pero con una actitud de adoración riquísima. Allí, apenas con sus existencias anodinas, postrados ante el futuro de la humanidad. Y nos representan a todos porque no somos lo que tenemos, somos lo que intentamos. Jesús lo hace todo en esta aventura de la salvación. Nosotros aportamos, simplemente, la intención. Pero, cuánto gustan las intenciones auténticas y comprometidas. Dios se hace ternura ante aquellos de sus hijos que lo intentan.
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Rin rin (“Hacia Belén va una burra”)
Este es un villancico tan extraño como anacrónico (ya les gustaría haber probado el chocolate a los judíos del primer siglo). Nos habla de un transporte de dulce (dañino pero muy navideño) que es interceptado, y de gente (no entremos en discriminaciones de raza) que comete pequeños hurtos. También habla de pobreza y subyace una pequeña demanda social. La navidad tan proclamada por el profeta Miqueas (Miq 5:2) es una representación de lo esencial (Miq 6:8) y hacer justicia forma parte de esos principios incuestionables. No hablo simplemente de dejar un paquete de comida no perecedera en cualquier ONG o supermercado, hablo de equilibrar este mundo; de esperar menos “gracias” y de aportar más Gracia; de buscar no solo lo sostenible sino, además, lo salvable.
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Chiquirriquitín
Es indudable que esta expresión está cargada de ternura, de sensibilidad, de afecto hecho letra. Dios se anonadó hasta convertirse en bebé porque quería hacerlo bien. Quería vivir cada momento de la trayectoria de un ser humano para recordarnos que puede haber sentido en la inocencia de un niño, en la creatividad de un adolescente, en el vigor de un joven y en la madurez de un adulto. Jesús no se quedó en niño por mucho que los belenes quieran embalsamarlo. Tampoco se quedó en hombre, por mucho que eruditos o guionistas hollywoodienses quiera encasillarlo. Jesús creció hasta hacer realidad el sacrificio que nos justifica, la mediación que nos identifica y el retorno que nos libera. Ese “chiquirriquitín” es el Rey de reyes que paseará con nosotros junto al árbol de la vida.
De nuevo, fum fum fum. Ya lo decía el sabio Salomón, hay muchas cosas que son simple humo y lo importante es respetar a Dios. Vivimos tiempos de vapeo existencial y sería bueno entonar algún que otro villancico con el deseo de hallar lo esencial de estos días. Nada en contra de “chinchinear”, “glupglupear”, “ñamñamear” o “muacmuaquear” siempre que seamos pacificadores, comprometidos, agentes de justicia y enternecidos seguidores de ese requeterredentorazo que se llama Jesús.
Víctor Armenteros. Responsable de los departamentos de Gestión de la Vida Cristiana y Educación de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en España.
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