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El llamado de Jesús es un llamado a la misión. «Venid en pos de mí –nos dice–, y os haré pescadores de hombres» (Mat. 4:19). Su objetivo al llamar a los discípulos era enseñarles cómo ser misioneros. No obstante, ¿cómo podían ser transformados esos pescadores en testigos capacitados por Dios?

Desde mis recuerdos más tempranos, he anhelado con todo mi corazón servir a Dios. Sin embargo, en el tiempo que pasamos juntos, Dios me ha llevado por un camino inesperado y de grandes desafíos, en el que me he vuelto cada vez más consciente de mis muchas debilidades y mi gran capacidad para pecar. ¿Por qué Dios tomaría mi deseo de transformación y testificación para permitirme un encuentro con lo que parece ser exactamente lo opuesto?

Es porque cuando Jesús nos llama a que nos unamos a él en la misión, él nos guía a un viaje de transformación que comienza haciéndonos sentir nuestra necesidad más profunda de él.

Tres pasos para la transformación

El bautismo de Jesús ilustra un proceso en el centro mismo de toda transformación espiritual, que brinda el fundamento de nuestra respuesta de ir y hacer discípulos a todas las naciones (Mat. 28:19). Su bautismo lo introdujo en un ministerio que transformó por completo al mundo. Lucas registra que cuando Jesús oró después de su bautismo, «el cielo se abrió y descendió el Espíritu Santo sobre él en forma corporal, como paloma» (Luc. 3:21, 22). Notemos de qué manera tres pasos secuenciales en este versículo –la muerte, la oración y la venida del Espíritu Santo– resultaron en una misión con un poder sobrenatural. Analicemos un poco los tres.

«Cuando Jesús nos llama para que lo acompañemos en la misión, nos guía en un viaje de transformación».

El primer lugar, la muerte del yo pecaminoso, ilustrado en la sepultura de Jesús en el agua. La muerte es siempre el comienzo de la transformación, porque la muerte crea el espacio necesario para que Dios se revele a sí mismo.

Deberíamos recordar sin embargo que «Jesús no recibió el bautismo como confesión de culpabilidad propia. Se identificó con los pecadores, dando los pasos que debemos dar, y haciendo la obra que debemos hacer. Su vida de sufrimiento y paciente tolerancia después de su bautismo, fue también un ejemplo para nosotros».1

Jesús describió la muerte como un prerrequisito del discipulado al declarar: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» (Luc 9:23). El llamado de Jesús a seguirlo con una cruz no es un llamado a cargar un objeto pesado que torna miserable la vida. Es un llamado a morir, a decir junto con Pablo: «Con Cristo estoy juntamente crucificado» (Gál. 2:20). Como lo expresó Elena White: «Para recibir fuerza, tenemos que depender enteramente de Cristo. El yo tiene que morir».2

No podemos seguir a Jesús en la vida hasta que lo sigamos al lugar de la muerte diaria. A partir de allí, nuestra vida es un «sacrificio vivo» (Rom. 12:1). Sin embargo, no es algo que nos sale naturalmente. En consecuencia, puede ser que Jesús nos guíe por senderos inesperados y humanamente desagradables, para que entendamos mejor cuán débiles y pecaminosos somos, animándonos a rendir a Cristo todo lo que tenemos y somos.

En segundo lugar, orar para estar preparado. Reconocer que no hay nada naturalmente bueno en nosotros nos impulsa a caer de rodillas con oraciones urgentes para que Dios se revele por nuestro medio. Necesitamos la preparación por la que oró Jesús en las riberas del río Jordán: «La mirada del Salvador parece penetrar el cielo mientras vuelca los anhelos de su alma en oración. Bien sabe él cómo el pecado endureció los corazones de los hombres, y cuán difícil les será discernir su misión y aceptar el don de la salvación. Intercede ante el Padre a fin de obtener poder para vencer su incredulidad, para romper las ligaduras con que Satanás los encadenó, y para vencer en su favor al destructor».3

Solo el poder sobrenatural del cielo puede hacer que un ser humano quebrantado sea útil para los propósitos cósmicos de Dios. El poder viene en respuesta a la oración sincera. «Cada obrero debiera elevar su petición a Dios por el bautismo diario del Espíritu».4 Y esto es exactamente lo que se ilustra a continuación, cuando Jesús recibe el Espíritu Santo.

En tercer lugar, la venida o bautismo del Espíritu Santo para la misión. ¿Cuál fue el resultado de la venida del Espíritu Santo sobre Jesús? Note dos claves que presenta Lucas. En primer lugar escribe que Jesús, «lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y fue llevado por el Espíritu al desierto por cuarenta días, y era tentado por el diablo» (Luc. 4:1, 2). Jesús venció a Satanás porque estaba «lleno del Espíritu Santo». La segunda clave se encuentra en la siguiente historia. Lucas explica que «Jesús volvió en el poder del Espíritu a Galilea […]. Enseñaba en las sinagogas de ellos y era glorificado por todos» (vers. 14, 15).

Jesús explica entonces su propio bautismo del Espíritu en la sinagoga: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón, a pregonar libertad a los cautivos y vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos y a predicar el año agradable del Señor» (vers. 18, 19). El bautismo del Espíritu Santo permitió que Jesús venciera a Satanás y proclamara el evangelio con poder divino.

Este bautismo del Espíritu Santo es también para nosotros. Mateo, Marcos y Lucas informan que Juan el Bautista proclamó que Jesús los bautizaría con el Espíritu Santo (Luc. 3:16; Mat. 3:11; Mar. 1:8). Así lo identifica Juan el Bautista: «Sobre quien veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo» (Juan 1:33).

Solo por el poder divino

Como discípulos llamados a ser misioneros, dependemos totalmente de ese bautismo del Espíritu Santo. En mi caso, es una verdad que Dios ha reforzado a lo largo de mi vida. Durante los últimos veinte años, mi corazón ha dependido literalmente de un poder externo –un marcapasos– porque por sí solo no tiene suficiente fuerza. Aunque soy pastor, a veces paso un buen tiempo haciendo la obra de Dios con mis propias fuerzas antes de darme cuenta de que algo anda mal. Lo que es verdad para mí físicamente, se aplica también a todos espiritualmente. No podemos ser discípulos transformados y, por lo tanto, auténticos heraldos del carácter y los propósitos divinos sin un poder divino que nos trascienda.

No obstante, a medida que Dios nos lleva por una travesía donde nos muestra que sin él nada podemos hacer (Juan 15:5), enseñándonos a morir todos los días a nuestras agendas propias y profundizando nuestro deseo por él para equiparnos para la misión, Jesús promete bautizarnos diariamente con el Espíritu Santo. Entonces podremos salir al vecindario con un poder que confundirá a Satanás y resultará en incontables vidas transformadas.

Referencias:

1 Elena White, El Deseado de todas las gentes, p. 85.
2 Elena White, Testimonios para la iglesia, t. 5, p. 203.
3 Elena White, El Deseado de todas las gentes, p. 86.
4 Elena White, Los hechos de los apóstoles, p. 41.

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Preguntas para reflexionar
1. ¿Qué diferencia existe entre el llamado a los apóstoles y nuestro llamado actual?
2. ¿Qué es el «bautismo de fuego»?
3. ¿Puede percibir que usted avanza por los tres pasos descritos en la lectura? ¿En qué sentido?

Revista Adventista de España