Foto: (cc) Flickr/Vic. Esquina: Ellen G. White.
“Para que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías, cuando dijo: El mismo tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestras dolencias”. Mateo 8:17.
Nuestro Señor Jesucristo vino a este mundo para ministrar incansablemente a la necesidad del hombre. “Tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestras dolencias”, a fin de poder ministrar a toda necesidad de la humanidad. Vino para quitar la carga de enfermedad, miseria y pecado. Era su misión traer completa restauración a los hombres; vino para darles salud, paz y perfección de carácter.
Diversas eran las circunstancias y necesidades de aquellos que solicitaban su ayuda, y ninguno de los que acudían a Él se iba sin haber recibido ayuda. De Él fluía un raudal de poder sanador, y los hombres eran sanados en cuerpo, mente y alma.
La obra del Salvador no se limitaba a lugar o tiempo alguno. Su compasión no conocía límites. Verificaba su obra de curación y enseñanza en tan grande escala que no había en toda Palestina edificio bastante amplio para contener las multitudes que acudían a Él. En las verdes laderas de las colinas de Galilea, en los caminos, a orillas del mar, en las sinagogas, y en todo lugar donde se le podía llevar enfermos, encontraba su hospital. En toda ciudad, todo pueblo, toda aldea donde pasara, imponía las manos a los afligidos, y los sanaba. Dondequiera que hubiese corazones listos para recibir su mensaje, Él los consolaba con la seguridad del amor de su Padre celestial. Durante todo el día servía a los que acudían a Él; y por la noche atendía a los que durante el día debían trabajar para ganar una pitanza con que sostener a sus familias.
Jesús llevaba el peso aterrador de la responsabilidad por la salvación de los hombres. Él sabía que a menos que hubiese un cambio radical en los principios y propósitos de la especie humana, todo se perdería. Tal era la carga de su alma, y nadie podía apreciar el peso que descansaba sobre Él. En la niñez, en la juventud y en la edad viril, anduvo solo…
Día tras día hacía frente a pruebas y tentaciones; día tras día se hallaba en contacto con el mal, y presenciaba su poder sobre aquellos a quienes Él trataba de bendecir y salvar. Sin embargo, no desmayaba ni se desalentaba…
Siempre se mostró paciente y gozoso, y los afligidos lo saludaban como un mensajero de vida y paz. Veía las necesidades de hombres y mujeres, de niños y jóvenes, y a todos daba la invitación: “Venid a mí”…
Mientras pasaba por los pueblos y las ciudades, era como una corriente vital que difundía vida y gozo.—Obreros Evangélicos, 41-43.