La perspectiva de un joven sobre la iglesia actual.
El ser humano se mueve por el mundo utilizando su interés y curiosidad, descubriendo, creando y probando.
Los movimientos, ya sean políticos, religiosos, o simples empresas, se basan en nuestros anhelos para atraernos hacia ellos.
Valiéndose de nuestra curiosidad, algunos nos captan la atención y consiguen que nos involucremos en ellos.
Un partido político nuevo suscita emoción, revive nuestras esperanzas de una mejoría en la realidad social del país.
Comienza con mucha fuerza, expande su base electoral y siembra un estado de esperanza que cala en la opinión pública.
Sin cambiar de prisma, se puede observar como el funcionamiento de las empresas vive un proceso parecido.
Apple, sin ir más lejos.
En un garaje en Mountain View, surge la increíble idea de construir un ordenador personal. ¡Cualquier persona podía acceder a uno! Y esa ilusión fue la que llevó a Apple a ser hoy en día una de las empresas que más cotizan y más relevancia tiene en todo el mundo.
Por último, nos encontramos con el ámbito de la religión. Un terreno donde las tradiciones están en muchas ocasiones reñidas con la innovación, el progreso y la ciencia.
Sin embargo, en medio de una oscuridad y un relajamiento generalizado, aparece en escena una nueva religión que proclama por ahí el fin del mundo. ¡¿Cómo?!
Eso debieron pensar la mayoría de personas por aquel entonces. Muchos se dejaron llevar por aquel rechazo, pero otros decidieron investigar más a fondo la cuestión. Y encontraron que libros proféticos que se habían llenado de polvo durante siglos adquirían un nuevo y emocionante mensaje. El mundo estaba cerca de su final.
Los pioneros de aquel movimiento sintieron la llama de un fuego antes desconocido. Con la Biblia en la mano, recorrieron el mundo. Cruzaron mares, océanos, predicaron por tierra, agua, aire… y fuego. Nada parecía tener la capacidad de detenerles. Allí por donde pasaban, cientos de personas se convertían y el espíritu santo se derramaba como nunca. El mundo sintió entonces el silencioso aliento del Apocalipsis en la nuca. Y muchos despertaron de un largo sueño espiritual.
Pero como toda historia bajo el sol, como cada vida que se consume, el tiempo pasa y la humanidad cambia. Como decía Heráclito de Éfeso, “no podrás bañarte dos veces en las mismas aguas del río, ni pretender que todo tu alrededor se mantenga siempre igual. Porque todo cambia, todo muere y todo renace”. De esa misma forma, los partidos políticos mueren, las empresas desaparecen y las religiones se desmantelan.
Si una entidad política, cuyo objetivo es representar los intereses de los ciudadanos, no se adapta a ellos y se enroca en el pasado, morirá fosilizada.
Si una empresa deja de ofrecer servicios útiles para sus clientes, o desaparecerá o será comprada por una multinacional china.
Si una religión (sin olvidar que su principal objetivo es conectar a las personas con Dios, pero sin olvidar tampoco que está formada por seres humanos) pierde el ímpetu inicial y comienza a dar más prioridad a las costumbres adquiridas que a los valores que la formaron, languidece.
Languidecer no implica estar muerto, por suerte, pero indica en números rojos y llamativos que el grupo esta padeciendo y que si no se le pone remedio, morirá posiblemente.
Surge, sin embargo, la inevitable pregunta: ¿Hasta qué punto cambiar y adaptarse a este mundo de pecado o hasta cuándo mantener formas anticuadas?
El teólogo alemán Jürgen Moltmann estableció un eje de dos extremos entre los cuales la iglesia debía de situarse. Un extremo es adaptarse tanto a la sociedad “secular” que perdamos nuestra propia identidad y otro es cerrarse tanto a los cambios que la iglesia quede desconectada del público al que pretende llegar.
Sin embargo, no hay respuesta más objetiva que la que dan los siglos de historia que cargamos a nuestras espaldas. Un modelo puede aguantar siglos, como el Imperio Romano, el Antiguo Régimen absolutista o la Edad Media, pero aunque se busque agarrarse a ellos con uñas y dientes, más tarde o más temprano acabarán cediendo.
Y es que parece que queremos luchar contra la naturaleza cambiante de este mundo e intentar parar algo que nos supera.
Otra forma de verlo sería, en vez de luchar, adaptarse a él. Pero entonces aparece el miedo. El irracional terror de aquellos que han nacido dentro de aquel sistema y que buscan que se mantenga intacto.
La iglesia es una entidad diferente a una empresa y opuesta en lo moral a lo que son los partidos políticos. Sin embargo, comparte con ellos una pequeña y a la vez determinante esencia. El ser humano.
Y es que somos nosotros, nosotras, los que formamos el cuerpo de Dios en la tierra. Y ello conlleva división, disputas y siempre infinitos puntos de vista, tantos como personas la componen. Porque, ¿qué es lo que hace grande al ser humano si no es la diversidad?
Pero como seres humanos, vivimos sujetos a cosas como el cambio, la sociedad, las modas y las tradiciones.
No podemos pretender ser humanos sin ser “seres humanos”.
Llegamos entonces al final de la cuestión. Cuando una iglesia enferma de endogamia se pregunta por qué cada vez hay menos gente en los cultos, menos jóvenes proclamando a los cuatro vientos las buenas nuevas y menos de todo en general. Se retrotraen a un pasado idealizado y creen que hay que volver para recuperar los viejos valores que nos hicieron grandes.
Pero, anecdóticamente… ¡Nada más lejos de la realidad! La solución a los problemas de la iglesia no se encuentra en el pasado, sino en el presente, ¡y el futuro!
Una reflexión verdadera de por qué antes lográbamos tanto y ahora tan poco, de por qué parece que nos posee una vagueza insuperable podría tener que ver con nuestra visión de la actualidad.
Se habla de que estamos inactivos, que somos Laodicea, pero nada cambia, todo se mantiene igual.
Y es aquí, llegados a este punto, cuando quiero entrar en este texto personalmente, sin esconderme detrás de un narrador o una opinión general. Creo que mis diecisiete años me han para servido para aprender muchas cosas irrelevantes. Sé que la punta de un cordón se llama herrete y que las agujetas se curan haciendo más deporte.
Pero aparte de eso, hay algunas verdades que también he aprendido.
Todo país sabe que su crecimiento pasa por una buena tasa de natalidad. De la misma forma, todos coinciden en la importancia de la educación. Los mejores clubes de Europa suelen tener las mejores canteras y Hitler se encargó minuciosamente de elaborar las juventudes hitlerianas.
Los jóvenes poseen el poder innato (y la inocencia) de querer cambiar el mundo. Quieren comérselo, hacerlo suyo y formar parte de él.
Son los que tienen la capacidad y la obligación de renovar nuestro mundo para que no muera de inanición.
De la misma forma, son ellos los que pueden lograr que la iglesia no se desconecte tanto del mundo que acabe ermitañizándose.
Pero si en vez de hacerles un lugar, se les tapona y corta las alas, la iglesia continuará su proceso hacia la irrelevancia.
Este proceso no ha sido nunca fácil. Ni somos un caso aislado ni lo seremos. En una iglesia unida con la mirada puesta en Cristo podremos gestionar estos conflictos desde el amor, la diversidad y el respeto.
Sin embargo, el reavivamiento en las iglesias se dará cuando las nuevas generaciones encuentren un lugar, un proyecto ilusionante en el que invertir tiempo y esfuerzo. No somos empresas, ni partidos políticos, pero no cometamos el error de olvidar que también necesitamos ilusión, proyectos y mucha, mucha creatividad.
Los jóvenes son la conexión de la iglesia con este mundo y son ellos los que tienen la capacidad de hacerla resurgir.
Haciéndose relevante para a un mundo actual, estudiando las escrituras y descubriendo mensajes para nuestra época, la iglesia volverá a ser un corazón latente. Sin cambiar el contenido, pero dándole una nueva forma atractiva, el mundo volverá a llenarse de personas con fuego en el pecho, gritando esperanza a los cuatro vientos.
Isaac Martín. Estudiante de Filología Hispánica, miembro de la Iglesia Adventista del CEAS, y autor de tatup.es
Foto: Caleb Woods en Unsplash
Mucha palabrería humana, y ni un “escrito esta”
Bien dicho Isaac! No había tenido tiempo de leerlo pero sí unas ganas. Sigue así señor filólogo. Un abrazo.