«Y me alegraré con Jerusalén, y me gozaré con mi pueblo; y nunca más se oirán en ella voz de lloro, ni voz de clamor». (Is 65,19)
La historia de Jerusalén es compleja y, en muchas ocasiones, convulsa.[1] Se sitúa en espacios, actitudes y experiencias de riesgo, confrontación e intensa religiosidad. Sólo hay que recordar sus relaciones con los asirios, los babilonios, los persas, los samaritanos, los seleúcidas, los ptolomeos y los romanos para hacerse una idea que esa pequeña ciudad de paso tuvo un histórico plagado de conflictos. Comprender la Jerusalén del siglo primero de nuestra era, además, pasa por considerar diferentes factores históricos y sociales que tienen su punto de conjunción en el año 70 d.C. Es, por tanto, imprescindible, en esta breve presentación, dividir la información en torno a esa fecha.
Antes del año 70 d.C.
Paisaje (natural y artificial)
Jerusalén se halla inmersa entre colinas y barrancos. Se accede a ella subiendo y así se refleja en multitud de textos bíblicos (v.g.: Esd 1:3; Sal 24:3; Is 2:3; Abd 21; Miq 4:2; Mc 10:32; Lc 19:28; etc.). Es, por tanto, una ciudad de montaña y en lo alto lo que le aporta cierta connotación de espacio espiritual (frente a las ciudades de las llanuras con sus asociaciones con lo profano). Esa configuración, además, hizo que la ciudad se edificara sobre dos colinas que fueron allanadas y rellenadas en la época de los asmoneos y que nos permite dividir la ciudad en dos: la ciudad baja (Josefo la llama Akra) y la ciudad alta.
La ciudad baja (en algunos registros: «Ciudad de David») era el espacio de la clase media y popular, y el hervidero de las actividades de insurrección. Los relatos de la época indican que en esa parte de la ciudad había un hipódromo que había construido Herodes, el grande. Sólo por las medidas usuales de estas construcciones, debía imponerse al resto de las edificaciones del lugar y, seguramente, tendría una implicación social relevante. Hemos de recordar el afán de los romanos por estos espectáculos que los convertía en verdaderos tifosi.
En torno al año 30 d.C. la reina Elena de Adiabene se convierte al judaísmo y se marcha a vivir a Jerusalén. Allí construye palacios para ella y sus hijos en la ciudad baja. Parece ser que actividades como ésta comenzaron a gentrificar la ciudad baja y a poblarse de judíos de la diáspora. Ese movimiento migratorio generó una notable sinagoga (Theodotos) con albergue que atendía a los que llegaban de diferentes lugares para acudir al monte del Templo o para asentarse en la zona.
La ciudad alta era el espacio de la gente de bien (aristócratas, sacerdotes y ricos) y lo reflejaban las vastas construcciones y las decoraciones internas y externas. Destacaba por la cantidad de cisternas que, evidentemente, nos recuerdan la presencia del cuerpo sacerdotal y los ritos de purificación que practicaban diariamente. Sobresalía, por sus vistas e impresión, el templo asmoneo que fue residencia temporal de las cortes herodianas. Cerca de éste se encontraba el Mercado Superior que era un foco de comercio y de tensiones sociales por temas de impuestos y corruptelas.
Fuera de la ciudad, desde el período asmoneo, se encontraban muchos artesanos (con certeza, los herreros) y almacenes de grano. Sin una definición clara del lugar donde se ubicaba, se menciona la ciudad nueva. Parece ser que albergaba de forma temporal a los judíos de fuera de Jerusalén que acudían a las fiestas.
Entre todas las construcciones destacaba el Templo. Resultado del interés de Herodes, el grande, por congraciarse con los judíos (recordemos que era idumeo), el edificio era impresionante. Como indica Joachim Jeremías:
«Pero sobre todo, en Jerusalén estaba el templo, Jerusalén era la patria del culto judío, Jerusalén era el lugar de la presencia de Dios sobre la tierra. Allí se iba a orar, pues la oración llegaba allí más directamente a los oídos de Dios; allí ofrecía sacrificios el nazireo, después del cumplimiento de su voto, y el no judío que quería ser plenamente prosélito; allí era conducida, para el juicio de Dios, la sotah, la mujer sospechosa de adulterio. Al templo se llevaban las primicias; en él se purificaban las madres, después de cada parto, por medio del sacrificio prescrito; allí enviaban los judíos de todo el mundo los impuestos en favor del templo; a él se dirigían, cuando les tocaba, las distintas secciones de sacerdotes, levitas e israelitas; al templo afluía, tres veces al año, el judaísmo del mundo entero».[2]
La vida giraba alrededor de este monumental edificio porque no solo generaba religiosidad sino que, además, aportaba crecimiento económico con los peregrinos e identidad tanto para los jerosolimitanos como para los judíos de la Diáspora.
Figuras (personajes principales y secundarios)
Guionar las idas y venidas de los protagonistas de Jerusalén en este período es muy similar a contemplar una telenovela o un programa de telerrealidad. Las luchas de poder o de supervivencia no se atienen a la expresión de «pax romana», al menos no a una paz de tranquilidad (quizá sí una paz de sumisión). La aparente pacificación (al menos en el período de Tiberio, 14-37 d.C.) se debe a un gobierno romano directo ante el que se someten herodianos, sacerdotes y aristócratas. Hubo, sin embargo, alguna que otra intervención que causó disturbios: el censo de Coponio y Cirenio (6 d.C.); la profanación del Templo por los samaritanos; la introducción de estandartes romanos, escudos dorados en el palacio de Herodes o la toma de los fondos del Templo para construir un acueducto por Pilato.
Se suavizarán mucho más las relaciones con Roma con la llegada de Agripa I (41-44 d.C.), aliado del emperador Claudio. Agripa I era mucho más tolerante con los judíos que su abuelo Herodes, el grande, lo que le granjeó la simpatía con los ciudadanos de Jerusalén. Por el contrario, se opone a la incipiente iglesia cristiana que se desarrolla en la ciudad. Ejecuta a Santiago, hermano de Juan, y encarcela a Pedro.
A su muerte, todo cambia. La capitalidad de la provincia vuelve a Cesarea de mar y se inicia el colapso de la sociedad de Jerusalén. Un deterioro social que concluirá en fuertes enfrentamientos en torno al 66 d.C. En este período, cada responsable romano incrementa las tensiones: Fado (44-46 d. C.), disputa por las vestiduras del sumo sacerdote y aplacamiento de la insurrección de Teudas; Tiberio Alejandro (46-48 d.C.), crucifica a los hijos de Judá, el Galileo (Jacob y Simeón); Cumano (48-52 d.C.), disuelve los disturbios en el Templo por el acto lascivo de un soldado romano; Félix (52-60 d.C.), se enfrenta a multitud de mesías carismáticos que generan choques entre facciones y diferentes grupos sacerdotales; Festo (60-62 d.C.), Albino (62-64 d.C.) y Floro (64-66 d.C.) no mejoraron los enfrentamientos callejeros, ni las corruptelas. Al final, no hubo otro desenlace que la guerra.
Entre el 70 y el 132 d.C.
Paisaje (natural y artificial)
El día 8 del mes de Gorpiaios (agosto-septiembre) del año 70 d.C. entra Tito a Jerusalén y manda demoler todo salvo las torres del palacio herodiano y el muro occidental (a modo de cuartel para las legiones). El escenario era desolador. La Torre Antonia, los palacios de la ciudad baja y sus archivos, las casas de los ricos y el Templo fueron arrasados. Las calles de la ciudad y de sus alrededores estaban sembradas de cadáveres torturados, calcinados o crucificados. Volvieron a resonar las palabras de Lamentaciones 1:1: «¡Cómo ha quedado sola la ciudad populosa! La grande entre las naciones se ha vuelto como viuda, la señora de provincias ha sido hecha tributaria».
La lenta reconstrucción halló su golpe de gracia en el 132 d.C. con el aplastamiento de la revolución de Bar Kojbah. Jerusalén no volvería a tener hasta la oficialidad del Estado de Israel una corporeidad similar.
Figuras (personajes principales y secundarios)
Sin el Templo, no había espacio para los sacerdotes que eran, en su mayoría, saduceos. Con un mandato directo de Roma, no había espacio para los herodianos. Sin Qumrán, la secta esenia se hace intermitente. El pueblo (‘am ha-ares) continúa viviendo en la confusión e inseguridad. Solo los fariseos se agrupan, emigrando a otras zonas de Palestina (Yavne o Tiberias). Se fortalece, de nuevo, la figura de la sinagoga y la hermenéutica nomológica en torno a la Torah (la Torah escrita [nuestro Antiguo Testamento] y la Torah Oral). Se desarrolla la relevancia de los rabbíes que buscarán la pureza de un pueblo al que consideran culpable y que ha sido castigado por Dios por medio de Roma.
Al aceptar el dominio romano, se modifica el pensamiento del judaísmo que, a partir de ese momento, va a mirar la historia desde otra perspectiva. Como indica José Ramón Ayaso:
Tras el año 70 d.C. Roma va a aparecer ante los judíos tal cual era, sin tapujos ni engaños: no cabe duda, Roma es el «Cuarto Reino». Con esta dura y definitiva constatación la potencia romana entra a formar parte de la concepción histórico-teológica del judío con un papel de primera importancia.[3]
Y el pensamiento apocalíptico se incrementa y, con él, los mesianismos. Dos nombres a considerar en este período son Rabbí Aqiba y Bar Kojbah. Este último fue considerado como el mesías esperado. Adriano (117-138 d.C.) desató la ira de los radicales al construir una colonia (Aelia Capitolina) sobre las ruinas de Jerusalén y al prohibir la circuncisión. Del fanatismo surge la rebelión, de la rebelión surge la guerra y de la guerra la tragedia. La insurrección fue sofocada y con ella la pérdida de esperanza en redención por medio de hombres. Como refleja Midrás Salmos 36:10:
«Entonces los israelitas se dijeron: ya está bien de ser esclavos, ser liberados y volver a ser esclavos; no pediremos más una liberación por la carne y la sangre, sino que nos confiaremos en nuestro redentor, el Dios de los ejércitos, el Santo de Israel. En adelante no queremos ninguna luz que venga del hombre sino que el Santo, bendito sea, sea nuestra iluminación».[4]
La pérdida de Jerusalén simbolizó el final de una identidad judía centenaria.
La historia no oficial
Figura (un personaje aparentemente secundario)
En el primer tercio del siglo se produce un fenómeno sociorreligioso que marcaría el resto de la historia: Jesús de Nazaret. El relato de su vida y mensaje superaría los límites de Palestina y llegaría a los confines del mundo. Su historia podría tomarse como la historia de un judío más pero no fue así, su historia lo cambiaría todo. Sus palabras acercaron el reino de los cielos a la tierra y las miradas dejaron de contemplar a Jerusalén para soñar con una ciudad donde toda esperanza adquiere realidad. La iglesia de Jerusalén, gracias a Jesús, supo superar la exclusividad de su espacio para tornarse universal. Y, por ello, las palabras de Is 65:19 («Y me alegraré con Jerusalén, y me gozaré con mi pueblo; y nunca más se oirán en ella voz de lloro, ni voz de clamor») resuenan en Ap 21:4 («Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron») para que comprendamos la certeza de otra Jerusalén, la nueva. Una ciudad de paz para siempre.
Autor: Víctor Armenteros, decano de la Facultad Adventista de Teología de España (FAT).
Notas:
[1] Como fundamento de este artículo y excelente introducción a esta temática, sugiero la lectura de Lee I. Levine, Jerusalem: Portrait of the City in the Second Temple Period (538 B.C.E.–70 C.E.), (Philadelphia, PA: Jewish Publication Society, 2002).
[2] Joachim Jeremías, Jerusalén en tiempos de Jesús (Madrid: Cristiandad, 1980), 93.
[3] José Ramón Ayaso, Iudaea Capta: La Palestina romana entre las dos guerras judías (Estella, Navarra: Verbo Divino, 1990), 275.
[4] Mencionado por Ayaso, 297.