“Todo acto, por insignificante que sea, tiene su influencia para el bien o para el mal. La fidelidad o el descuido en lo que parecen ser deberes menos importantes puede abrir la puerta a las más ricas bendiciones o a las mayores calamidades. Son las cosas pequeñas las que prueban el carácter. Dios mira con una sonrisa complaciente los actos humildes de abnegación cotidiana, si se realizan con un corazón alegre y voluntario. No hemos de vivir para nosotros mismos, sino para los demás. Sólo olvidándonos de nosotros mismos y abrigando un espíritu amable y ayudador, podemos hacer de nuestra vida una bendición. Las pequeñas atenciones, los actos sencillos de cortesía, contribuyen mucho a la felicidad de la vida, y el descuido de estas cosas influye […] en la miseria humana” (Elena G. de White, Patriarcas y Profetas, pp. 154, 155).
Mi buen amigo y compañero en el ministerio, el pastor Juan Domingo Arnone, compartió esta cita hace poco en una famosa red social. Siempre he sido un fiel defensor, dentro de mis fallos, de prestar atención a los detalles, por insignificantes que sean. Aquellos que han trabajado estrechamente a mi lado podrán confirmar o desmentir esto.
Hace no mucho supe de una técnica de entrevista de trabajo que ilustra muy bien lo que arriba nos explica la cita. Un empresario buscaba un asistente competente. Tenía a la puerta de su oficina una fila de candidatos esperando para entrar por turnos. Uno de ellos entró en el despacho del empleador, y de camino hasta la silla frente a la mesa, vio un pequeño papel de caramelo en el suelo. Se agachó para recogerlo y preguntó dónde estaba la papelera. El empleador, al final de la entrevista le dijo: “Está usted contratado, no solo por su currículum, sino porque ha sido el único que se ha tomado la molestia de tomar el pequeño papel del suelo que yo mismo dejé a propósito para ver cuál de los candidatos se dignaba a recogerlo”.
A veces no prestamos atención al aparente deber, porque no es de nuestra incumbencia, o porque creemos que no tiene suficiente importancia. Quizá alguno de los entrevistados pensaron “si me agacho a recoger el papel, el empleador pensará que le estoy indirectamente llamando “descuidado” o “sucio”, y mejor ignoro el papelito por respeto al futuro jefe”. Cuánto nos equivocamos a veces.
Hay muchos que por querer complacer a todos los demás, se equivocan y descuidan los detalles y la fidelidad a los principios, a lo básico. Como dice la cita de arriba, los detalles a veces pueden conducir a las mayores bendiciones, o las peores calamidades. Intento inculcar esto mismo a mis hijos, cada día, a veces rayando el hastío, pero es sin duda uno de los mejores valores que les puedo dejar en herencia.
No importa lo poco “apreciado” que sea el gesto que tengas que hacer. No importa si poca gente o nadie se da cuenta de lo que has hecho. Lo que sí importa es que siempre hay Alguien que valora lo que el resto de la humanidad no sabe valorar, la fidelidad al deber y a los principios.
Dios no mide como medimos los hombres, ni valora de la misma manera como nosotros valoramos. Dios valora la fidelidad al deber y los detalles. No todo vale de cualquier manera. Pablo nos lo expresa de esta manera: “Procurando hacer las cosas honradamente, no sólo delante del Señor sino también delante de los hombres” (2 Corintios 8:21). Manipular, tergiversar, cambiar, buscar que otros cambien de opinión con artimañas, engañar a las autoridades, a los consejos, hacer que otros actúen a espaldas de los demás, convocar reuniones a espaldas de terceros… cuántas cosas podemos hacer que son abiertamente contrarias y opuestas al principio que Dios más valora, la fidelidad al deber y la honestidad, con Dios y con los hombres.
Hace muchos años, cuando comenzaba mi ministerio, un pastor muy veterano y querido en España, D. Manuel Martorell, se me acercó en una de mis primeras iglesias, en concreto en la ciudad de Santander, al norte de España, y me preguntó:
“¿Qué tal el ministerio? ¿Te gusta? ¿Estás contento con tus inicios?”
Mi respuesta fue:
“Soy feliz, aunque sea barriendo con una escoba. Mientras sea al servicio del Señor, aunque sea barriendo, haré lo que Dios me pida”.
Su réplica fue:
“Eso mismo dije yo al entrar al ministerio. No cambies nunca de opinión. Ojalá siempre sea esta tu actitud”.
Hace 15 años casi de ese momento. Hoy mi pensamiento no ha cambiado ni variado un milímetro desde entonces. Prefiero ser feliz “barriendo en la casa del Señor”, que descuidar los verdaderos deberes y principios.