Estilo de vida y discipulado. Lunes 23 de mayo de 2022.
SEMANA DE ORACIÓN: Id y Haced Discípulos. La Carta Magna de Jesús: el discipulado.
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Cuando hablamos de discipulado, es imposible no hablar de estilo de vida. Es que, en realidad, el discipulado es un estilo de vida. De hecho, cuando Jesús llamó a sus discípulos, estando junto al mar, les dijo: “Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres. Ellos entonces, dejando al instante las redes, le siguieron” (Mat. 4:19, 20). El llamado confronta al futuro discípulo en medio del bullicio diario de la vida. Sorprende, se entremete e interrumpe la rutina normal. El llamado de Jesús nos convoca a caminar con Jesús en santidad, abandonando cualquier seguridad que podamos haber tenido.
En este nuevo estilo de vida que llamamos discipulado, la santidad es la meta final (1 Ped. 1:14-16). El llamado de Cristo al discipulado es una invitación a vivir una vida que está separada de pasiones, estilos y caminos pecaminosos. Es un llamado para “salir”, para estar separado (Isa. 52:11; 2 Cor. 6:14-18); una súplica a estar en el mundo y, con todo, a no ser del mundo; a ser santificado por la Palabra, y estar firmemente comprometido con Jesús (Juan 17:16, 17).
Pero ¿cómo se puede llegar a ser santo, fuerte, noble y puro cuando, como exclama el salmista, los humanos hemos sido formados en maldad y en pecado (Sal. 51:5); una condición absolutamente incompatible con la santidad?
El surgimiento de un nuevo ser como este es completamente obra de Dios. Con amor, Dios penetra a través del ciclo vicioso de pecado, y ofrece perdón y libertad de la culpa y la deuda. El pecador queda separado de sus lealtades anteriores, y un compromiso nuevo orienta todas sus energías para que lleve el fruto del Espíritu (Gál. 5:22, 23). Esta es la obra de la justificación.
La santidad, en cambio, como pureza moral, es un concepto dinámico. No solo se expresa en la naturaleza del discípulo nacido de nuevo, sino también en su conducta. Un discípulo llevará una vida santa, justificada, que se notará además por su habla y dieta, gustos, por sus actividades, entretenimientos y asociados. Todas estas áreas serán santificadas, apartadas de los valores y las formas de vivir pecaminosos y profanos, y reflejarán, por encima de todo, el compromiso que el cristiano tiene para con Dios.
El discípulo en busca de la santificación considera la obediencia a Dios y el servicio altruista a los demás como el objetivo principal de cada acción. Jesús describe la vida de un discípulo en términos de amor a Dios y al prójimo (Mat. 22:37-40). El amor es el fruto supremo del Espíritu (Col. 3:14; Gál. 5:22), y un resultado final del acto redentor de Dios. Encuentra tanto su fuente como su razón en Dios (1 Juan 4:10, 11, 19). En este sentido, el amor no es una disposición o un sentimiento; es una decisión y una actitud. Motiva y controla todas las relaciones personales, interpersonales y sociales.
Un discípulo verdadero cuidará el cuerpo, la mente y el alma de tal forma que preservará y realzará la identidad cristiana personal, y la felicidad. En las relaciones interpersonales y sociales, el amor exige el mismo respeto por la identidad y la felicidad del otro.
Por lo tanto, cuando los cristianos, en su estudio piadoso de la Palabra de Dios, encuentran principios fundamentales, con normas de conducta elevadas o con reglas directas de conducta, inunda su corazón un profundo sentido de dignidad y gratitud. Se dan cuenta de que no es una autoridad caprichosa, arbitraria o sin sentido, sino el amor de Dios que los llama a la acción. Al igual que Pablo, sienten que el amor de Dios los impulsa al bien y restringe sus tendencias pecaminosas (2 Cor. 5:14). Esto los lleva a actuar con convicción en todas las dimensiones de su ser:
Dimensión espiritual
El aspecto más importante del estilo de vida de un discípulo es su fuerte dimensión espiritual: la relación con Dios. Vivimos en la presencia de Dios no solo porque él es omnipresente (Sal. 139), sino también porque él desea tener una relación íntima con nosotros (Zac. 2:11). De esta comunión espiritual con Dios y de un estilo de vida profundamente religioso, surgen las relaciones saludables con otros seres humanos y con el resto de la creación.
La conciencia y el reconocimiento de la existencia de Dios y su naturaleza ocasionan más que un temor pasivo y una relación distante. Para el discípulo, la vida religiosa es una relación íntima con Cristo. La piedad es una conducta que expresa actos de devoción profunda, personal y social a Dios.
El estilo de vida de Jesús ilustra la piedad cristiana genuina. Su dependencia total de Dios (Juan 6:38), su hábito de adorar a su Padre (Mar. 1:21; Luc. 4:16, 17), su vida de oración (Mat. 14:23; Luc. 5:16), su respeto por el sábado del séptimo día (Mat. 12:9-12; Mar. 2:27), y su interés apasionado por complacer a Dios (Juan 4:34) sirven como un modelo para que todos lo imitemos. Este ejemplo es fundamental para el carácter distintivo de la piedad cristiana, y describe una norma bíblica para la conducta.
Dimensión física
Dios, el Creador y Salvador de la totalidad del ser humano, llama a cada uno a buscar las normas más elevadas de salud. De acuerdo con las Escrituras, la salud es un don y una bendición que debemos administrar como mayordomos. Protegemos nuestra salud, y cuando está amenazada, trabajamos para conseguir su restauración (Éxo. 15:26; 3 Juan 2).
Para preservar la salud, Dios espera que nos abstengamos de hacer, comer, beber o pensar todo aquello que es perjudicial. También ordena el uso moderado de lo bueno.
Dimensión social
Los seres humanos son por naturaleza seres gregarios. Dijo el Creador: “No es bueno que el hombre esté solo” (Gén. 2:18). El inmediato establecimiento del matrimonio (vers. 18-25), la comunión diaria con Dios (Gén. 3:8, 9), la institución de la familia y el énfasis sobre la segunda tabla del Decálogo, señalan la importancia de las relaciones saludables en el estilo de vida del discípulo. Jesús presenta la “regla de oro” como la norma suprema para las relaciones humanas (Mat. 7:12).
Responsabilidad personal
Cada acción, palabra y actitud ejerce una impresión o marca; lo podemos llamar influencia. Primero se siente el impacto sobre el individuo, y en segundo lugar también se siente sobre otros. La Biblia insta a ser responsables en el uso de ese poder, y llama a los cristianos a ejercer su influencia para inspirar un comportamiento bueno y noble (Rom. 14:19, 20). El discípulo de Cristo buscará identificarse con las normas bíblicas que causarán un impacto poderoso sobre el yo y sobre otros.
En este sentido, un cristiano debe vivir una vida sencilla, libre de ostentación, de gastos innecesarios y de cualquier espíritu de competición. El discípulo debe tener un compromiso total con Dios, y busca complacer a Dios por encima de cualquier otra cosa. “¿Cómo puedo reflejar mejor su imagen?”, es la pregunta de aquellos que aman a Dios más de lo que se aman a sí mismos. Los discípulos de Cristo son peregrinos en territorio enemigo, donde el idioma es extraño, algunas bebidas y alimentos no son saludables, los valores y los hábitos son incompatibles, y donde cada paso requiere energía, vigilancia y resistencia (2 Ped. 1:5, 6; Gál. 5:16-25). Gran cuidado debe ejercerse en la selección de material de lectura, recreación, música, radio, televisión, Internet, etc.
Conclusión
Como discípulos de Cristo, somos llamados a llegar a ser el perfume de Cristo para Dios y para el mundo: “Porque para Dios somos grato olor de Cristo en los que se salvan, y en los que se pierden” (2 Cor. 2:15). “Cuando el amor de Cristo es atesorado en el corazón, como dulce fragancia no puede ocultarse. Su santa influencia será percibida por todos aquellos con quienes nos relacionemos” (El camino a Cristo, p. 76).
EL DISCÍPULO EN BUSCA DE LA SANTIFICACIÓN CONSIDERA LA OBEDIENCIA A DIOS Y EL SERVICIO ALTRUISTA A LOS DEMÁS COMO EL OBJETIVO PRINCIPAL DE CADA ACCIÓN.
EL ASPECTO MÁS IMPORTANTE DEL ESTILO DE VIDA DE UN DISCÍPULO ES SU FUERTE DIMENSIÓN ESPIRITUAL: LA RELACIÓN CON DIOS.
Autor: Walter Steger