Para el sábado 18 de mayo de 2019.
Esta lección está basada en Isaías 66:18-23, Hechos de los apóstoles, capítulo 3.
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¿Por qué reunir a las naciones?
- La idea de Dios es que todas las personas de todas las naciones y lenguas lo conozcan.
- Él quiere reunir a todos los que lo acepten como un solo pueblo, y estar con ellos por la eternidad.
- A Dios no le importa la edad de las personas, su sexo, su cultura, etc. Quiere que todos, sin excepción, escuchen hablar de Él.
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¿A quién envía Dios a reunir a las naciones?
- Hay lugares en el mundo donde las personas no conocen a Jesús.
- Cuando Jesús ascendió al Cielo, les dijo a sus discípulos que ellos debían ir a las naciones y contarles lo que sabían de Jesús.
- Jesús prometió que estaría todos los días con todos los que hablasen de Él, para ayudarles en esta misión.
- Él dijo: “Id hasta las partes más lejanas del globo habitable, pero sabed que mi presencia estará allí. Trabajad con fe y confianza, porque nunca llegará el momento en que yo os abandone” (DTG, pg. 761).
- A los que obedecen esta misión de Jesús se les llama “misioneros”.
- Dios puede enviarte a ti como misionero a otras partes del mundo.
- También puedes ser un misionero con las personas que te rodean, hablándoles de Jesús.
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¿Cómo reunir a las naciones?
- La obra misionera en lugares donde no se conoce a Jesús se suele realizar de distintas maneras:
- Obra médica: Médicos y personal sanitario proporcionan atención médica directa al que lo necesita. También fundan consultorios médicos y hospitales. Al sanarles, les hablan de Jesús.
- Obra de educación: Imparten conocimiento general tanto a niños como a adultos, incluyendo el plan de Salvación. Fundan colegios y universidades.
- Predicación de la Palabra: Dan conferencias, estudios bíblicos, cantos y campañas misioneras. En lugares donde predicar a Jesús está prohibido, usan la radio, la televisión y otros medios para poder transmitir el mensaje.
- ¿Cómo puedo ayudar en la obra de reunir a las naciones?
- Si Dios me llama para ser misionero en un lugar lejano, aceptando esa misión.
- Apoyando con mis oraciones y ofrendas a los misioneros que están trabajando ahora en otros países.
- A cualquier edad puedo compartir las buenas noticias de Jesús de diversas maneras:
- Usando las redes sociales (Facebook, WhatsApp, Twitter, Snapchat, YouTube, Instagram, Tumbrl, …) para hablar a mis amigos de Jesús.
- Enviando imágenes con textos bíblicos, links, vídeos.
- Regalando libros o folletos que hablen de Jesús.
- Invitando a otros a sintonizar canales de televisión o radio adventistas.
- Compartiendo música cristiana y predicaciones.
- Usando mi imaginación para preparar un proyecto que beneficie a personas de diferentes lugares.
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- A cualquier edad puedo compartir las buenas noticias de Jesús de diversas maneras:
- Orando para poder encontrar oportunidades misioneras en el lugar donde me encuentro.
- La obra misionera en lugares donde no se conoce a Jesús se suele realizar de distintas maneras:
Piensa en esto:
- Isaías nos dice que, cuando Jesús venga, tanto los misioneros como los que hayan aceptado el mensaje, nos reuniremos “cada mes, el día de la luna nueva, y cada semana, el sábado” a postrarnos y adorar delante de Dios.
- Qué gozo será encontrarnos con aquellos a los que hayamos hablado de Jesús.
- Decide hoy ser un misionero para Dios.
Resumen: Servimos cuando nos comprometemos con la obra de Dios alrededor del mundo en cualquier forma.
Links de voluntariado y más.
Servicio voluntario adventista: https://sva.adventistas.org/es
Salva-vidas Amazonia: http://www.salvavidasamazonia.org/
Adra España: https://adra-es.org/
Trabajar con refugiados: https://www.adventisthelp.org/
Libro gratuito para prepararte para ser misionero: http://voluntarios-adventistas.s3.amazonaws.com/es/libro-Pasaporte-para-la-mision.pdf
Actividades
Historias para reflexionar
Georgia Burrus: la primera misionera adventista a la India
Georgia Anna Burrus, una chica de alrededor de 20 años, escuchó con mucha atención como el Pastor Haskell describía su viaje alrededor de la India. Su corazón se encendió mientras él pedía por mujeres misioneras para compartir el evangelio con las mujeres de la India que vivían en “zenanas” (cuartos cerrados de las viviendas donde ningún hombre podía entrar). Sintió que ella debía ir a la India, así que se ofreció como voluntaria.
Los hermanos de la Asociación General de 1893 se aproximaron a ella, y a Myrtle Griffs, y les pidieron que fueran a la India y comenzasen a estudiar el idioma, para que así pudieran trabajar entre aquellas mujeres enclaustradas. Las jóvenes se inscribieron a un curso de enfermería en St. Helena y luego se unieron a un curso para misioneros que iban a ir al extranjero. Todo parecía ir bien, hasta que ambas jóvenes enfermeraron. Myrtle abandonó el programa, pero Georgia optó por hacerse una cirugía. Sin embargo, aunque la cirugía se programó en dos ocasiones, la operación no se realizó. Georgía oró y se recuperó sin cirugías. Algo que ella tomó como una señal de que Dios aprobaba su compromiso para hacer trabajo misionero en la India.
Georgia viajó a Londres con un grupo de misioneros. Allí se reuniría con la Familia de D. A. Robinson y juntos partirían hacia la India. Pero después de comprar su billete y pagar algunas deudas, a Georgia solo le quedaron cincuenta centavos, que no era suficiente para tomar el tren en la estación.
Mientras ella esperaba en su habitación, preguntándose qué hacer, el Hermano Hall, en cuya casa se hospedaba, se desconcertó al ver que la muchacha no se había ido aún. Cuando Georgia le explicó su problema, él corrió a su habitación y regresó con cien dólares. Poniendo el dinero en su mano le dijo: “Que el Señor te bendiga y te convierta en una bendición en la India”. Después él corrió a buscar un coche para que la llevase a la estación.
En Londres Georgia descubrió que la familia Robinson había pospuesto su viaje a la India para el año siguiente. Ella se mantuvo vendiendo revistas en Inglaterra, pero decidió que sería mejor si continuaba sola y comenzó a aprender el idioma mientras esperaba. El Comité Misionero aceptó y le pagó el pasaje, pero Georgia tendría que sostenerse sola hasta que los otros llegaran. Ella partió en el barco SS Bengala y llegó a Calcuta el 23 de enero de 1895.
No estaba sola
En el puerto Diamond el barco recogió algunas cartas para pasajeros, de parientes y amigos, que esperaban en el muelle. Georgia escuchaba los murmullos emocionados mientras se abrían las cartas. ¡Sería tan bonito tener a alguien que la esperara en el puerto!. Entonces ella escuchó su nombre. “Señorita Burrus, ¿Dónde está la Señorita Burrus?”. Pero ¿quién podría conocerla en aquella tierra extraña? Georgia abrió su carta mientras el barco navegaba rápidamente, por el río, hacía el puerto de la ciudad.
El capitán Masters y su esposa habían aceptado el mensaje adventista en Nueva Zelanda y decidieron compartirlo con las personas de la iglesia donde el capitán había vivido servido algunos años durante su juventud. La pareja vendió literatura en la India durante unos pocos meses, pero durante ese tiempo fueron capaces de comunicarse y darle la bienvenida a Georgia. Ellos incluso habían alquilado una habitación para la muchacha, pero descubrieron que la familia dueña de la habitación se la había dado a un pariente. Mientras el sol comenzaba a ponerse, ellos ubicaron otro hogar respetable donde alquilar una habitación. Era bastante caro así que Georgia no podía soñar con quedarse mucho tiempo allí. Sus nuevos amigos la ayudaron con su equipaje y se despidieron.
Georgia miró por la ventana y observó un grupo de nativos reuniéndose para alguna extraña ceremonia religiosa. Los paisajes y sonidos tan poco familiares le recordaban que ahora ella residía en una tierra extraña y una ola de nostalgia la asaltó. Georgia se sentó en la cama y sacó su reloj. Se le había caído hacía unas semanas atrás en el barco y había dejado de funcionar. Su silencio empeoraba su sentimiento de melancolía. Ella oró fervientemente: “Oh Padre, me siento tan sola y nostálgica que no sé qué hacer. Si tan solo pudiera escuchar mi reloj otra vez me sentiría mejor”. Apenas había terminado de pronunciar esas palabras cuando su reloj comenzó a funcionar de nuevo. ¡Maravilloso! Todo estuvo bien cuando ella se dio cuenta de que no estaba realmente sola en la India.
Dirigida por Dios
Georgia se mudó a la Asociación de Jóvenes Mujeres Cristianas (Young Women’s Christian Association), un lugar cómodo y con un precio razonable. Después de cerca un mes, la matrona de la asociación se acercó a ella emocionada, mientras sacudía una carta abierta y le preguntaba: ¿Conoces a alguien en África llamado Haskell? La matrona continuó explicando que algún tiempo antes de que ella llegara, un tal doctor MacDonald había venido con una carta del Pastor Haskell pidiéndole que encontrara un lugar apropiado para una joven llamada Georgia, en Calcuta, mientras ella aprendía el idioma. El doctor se acercó a la asociación y arregló todo para que ellos acogieran a Georgia. La muchacha nunca había recibido ninguna información de este arreglo, pero ahora tenía la certeza de que Dios la seguía guiando y cuidando. Además, gracias a su testimonio, una de las señoritas de la asociación se hizo adventista.
Alrededor de un mes más tarde, la superintendente le dijo que iba a reducir su cuenta en 10 rupias porque Georgia no bebía té ni comía carne, de modo que la muchacha podría ahorrar un poco. Georgía descubrió que su dieta vegetariana le abría muchas puertas. Mientras caminaba por las calles los niños le rogaban a sus padres que la invitaran a comer a sus casas exclamando: “Ella es como nosotros, ella no come carne”.
Como estaba pasando mucho tiempo aprendiendo el idioma, Georgia no tenía tiempo para ganarse la vida. De modo que, después de dos meses, de pronto se dio cuenta que se le acabaría el dinero en un mes. La joven intentó suspender las lecciones, pero su profesor insistió en no cobrarle para que pudiera seguir. Providencialmente la semana siguiente Georgia recibió un cheque por correo de 25 libras esterlinas, con una nota diciendo que ella recibiría una cantidad similar cada trimestre por el resto del año. Un adventista en África había vendido algo por 100 libras y había decidido usarlo para apoyar a esta joven misionera en la India.
Bien acompañada
Pronto Georgia supo que el Pastor Robinson y su esposa e hijos iban a llegar, con Martha Mae Taylor, para unírsele en Calcuta. Recordando su dificultad para encontrar un hospedaje apropiado para ella, Georgia se aseguró un bungalow de dos plantas y lo amuebló. Un feliz sábado de noviembre les dio la bienvenida a los nuevos misioneros. Ella ya no sería la única misionera adventista entre los millones en la India. Y aún más importante, ella había concluído con éxito su capacitación del idioma para continuar su misión con las mujeres de Bengala.
Georgia ayudó a abrir una escuela de niñas, y dio clases de Biblia, escribiendo las lecciones en Bengalí y memorizándolas. En 1903 ella se casó con Luther J. Burguess, que había llegado dos años antes para servir como secretario-tesorero de la Misión de la India. Él dejó sus tareas administrativas y se unió a Georgia como pioneros en la obra entre los pueblos que hablan Bengalí, Hindi y Urdu. La pareja terminó su obra misionera entre los Khasis en las montañas del noreste de la India.
El Pr. y la Sra. Burguess finalmente se jubilaron en 1935, pasando sus últimos días en California.
Fuentes:
“From Far-Off India,” California Missionary, 2 (July 13, 1896): 2.
Mrs. Georgia Burgess, “Why I Went to India,” Bible Training School, 15 (June 1916): 5-6.
Mrs. Georgia Burgess, “My First Night in Calcutta,” Bible Training School, 15 (July 1916): 24-25.
Georgia Burgess, “How God’s Providences Paid My Bills,” Bible Training School, 15 (July 1916): 86, 87
Mookerjee, L. G. “Pioneers in India.” Review & Herald, 107 (February 13, 1930): 20.
Mrs. L. J. Burgess, “The Blessed Pioneer,” Eastern Tidings, 36 (May 8, 1941): 2-4
Burgess, Luther J. (Obituary), Review & Herald, 123 (July 18, 1946): 20
Burgess, Georgia Burrus (Obituary), Pacific Union Recorder, 48 (October 25, 1948): 11.
Spicer, “Our First Seed Sowing in India,” Review & Herald, 127 (February 9, 1950): 1, 13-14.
Una pequeña gran misionera
Por Enola B. de Soto (Instructora de la Escuela Radiopostal. Buenos Aires. Argentina)
Gabriela tenía sólo cinco años, pero aunque era tan pequeña, sabía que Jesús la amaba y que Él quería que les contara a otros acerca de su amor.
Gabriela vivía en Buenos Aires. Buenos Aires es la capital de la República Argentina, la cual está en la parte sur de la América del Sur. Buenos Aires es una gran ciudad. Viven allí más de nueve millones de personas que parecen moverse continuamente. Miles de personas van y vienen por las calles. Es interesante ver a tanta gente, pero, ¿no es triste pensar que la mayoría de esas personas no conoce la verdadera historia del amor de Jesús? Ese es el amor que Gabriela tenía en su corazón.
Gabriela era feliz porque nació en un hogar cristiano. Su padre era un pastor adventista, y su madre una fiel cristiana que sabiamente había enseñado a su hijita a amar a Jesús.
Los abuelos de Gabriela, los padres de su padre, también llegaron a conocer ese mensaje de amor y lo aceptaron con todo su corazón. Ellos procuraron compartir ese amor con sus parientes. Pero los padres de éstos, los bisabuelos de Gabriela, no creían en Dios.
El resto de la familia que conocía a Jesús se unió para trabajar por ellos y hacerles conocer ese maravilloso amor.
Eso fue mucho antes de que Gabriela naciera, porque habían pasado largos años, y ninguno de los dos bisabuelos había mostrado ningún interés por conocer a Jesús, aun cuando sus familiares habían estudiado y conversado con ellos acerca de ese tema. ¿Pero crees que Dios desoyó las oraciones de toda esa familia, que anhelaba que sus amados se entregaran al Señor? Dios tenía un instrumento muy pequeño, pero muy poderoso porque estaba lleno del amor de Dios. Ese instrumento era Gabriela.
Ella tenía sólo cinco años cuando su madre tuvo que ir a trabajar a la oficina de la asociación, y todas las tardes llevaba a Gabriela a la casa de su bisabuela, la abuela Cata, como la llamaban.
¡Cuánto amaba Gabriela a su bisabuela! Por eso oraba para que Jesús tocara su corazón, y la ayudara a aprovechar cada oportunidad para hablar de él. “Abuela, te amo mucho —le dijo en cierta oportunidad—. ¿Sabes que Jesús está preparando mansiones en el cielo para todos los que le obedecen? Yo quiero ir al cielo con Jesús, pero si tú no puedes ir, será muy triste estar allí”.
Al principio la abuela Cata oía lo que la niña decía, pero no le daba importancia. Sin embargo Gabriela, en su lenguaje infantil, sencillo y sincero, le siguió hablando del gran deseo que tenía de estar con ella en el cielo. Gabriela no se desanimó, y finalmente, lo que había parecido durante tantos años una roca dura, se suavizó. Y la abuela Cata entregó su corazón a Jesús.
¿Pueden imaginarse cuán feliz se sentía Gabriela? Pero su felicidad no era completa, porque ahí estaba todavía su bisabuelo. Él era diferente de la abuela Cata. Fumaba desde los siete años de edad, y no quería saber nada de religión. Pero Dios volvió a usar a Gabriela. Ella le habló a su bisabuelo como lo había hecho con su bisabuela. Le dijo que lo amaba, y que Jesús también lo amaba.
Le habló de cuán feliz se sentía de que la abuela Cata hubiera aceptado al Señor, pero que ella no se sentiría completamente feliz hasta que él también lo hiciera. Gabriela no se desanimó y con su cariño y bondad influyó para que dejara de fumar.
Pero Gabriela no sólo trabajaba por su familia, también dejaba brillar su luz en el vecindario. Gabriela visitaba a los vecinos y les entregó libros, revistas y folletos.
No existe ninguna duda de que esta niñita era una verdadera misionera.
Ahora Gabriela tiene ocho años y está estudiando en la escuela adventista de Buenos Aires, y su deseo es ayudar a otros a conocer a Jesús. ¿No te parece que ella es una “gran misionera”?
Esperamos que todos los niños y niñas que oigan o lean esta historia, la recuerden y que el amor de Jesús brille en sus corazones para alumbrar el camino de salvación con el fin de que otros puedan hallarlo.
Derribando las barreras del prejuicio
Por Benito Raymundo (Ex capitán de la lancha médica Samaritana y expresidente de la Misión de Mato Grosso)
El valle de Ribeira, donde trabaja actualmente la lancha Samaritana, era hasta hace pocos años una región olvidada, sin recursos. En esta región vive gente buena y hospitalaria, abandonada a su propia suerte y entregada al prejuicio y a la superstición. Cuando el pastor Benito Raymundo y su esposa llegaron al valle, en 1955, todavía encontraron recuerdos de los conquistadores que habían llegado allí muchos siglos antes. El problema era que todo permanecía como ellos lo habían dejado. Los primeros años de trabajo misionero en aquel valle implicaron grandes sacrificios, y a medida que crecía la obra se les solicitaba que atendieran casos más difíciles. La Asociación de San Pablo consideró la posibilidad de coordinar la obra médica de la lancha Samaritana con el hospital adventista de San Pablo. Esto dio a la obra un nuevo ímpetu y excelente reputación, aun en círculos médicos.
Ahora no solamente existía una lancha adventista, con una enfermera, para ofrecer los primeros auxilios; ahora había también un hospital que podía recibir a los pacientes más graves. La obra crecía y derribaban cada vez más prejuicios.
En cierto pueblo ribereño vivía un hombre que, por razones religiosas, era un gran enemigo de la obra adventista. La combatía abiertamente, aunque nunca había hablado con ningún adventista.
Miraba mal a las personas que solicitaban ayuda de la iglesia y las amonestaba diciendo que serían malditas porque aceptaban “medicinas protestantes”.
Cierto día su hijo menor enfermó gravemente y, aunque había recurrido a toda la atención médica de la región, el niño iba de mal en peor.
El hombre se encontraba desesperado, porque la vida de su hijo estaba en peligro. Uno de sus vecinos, que había entendido perfectamente la situación, le preguntó:
—¿Por qué no llama Ud. al médico de la lancha médica Samaritana?
— ¡Oh. .. nunca vendría! Sabe bien que he estado luchando contra su iglesia. ¡Es imposible!
—Bien —dijo el vecino—, yo llamaré— y salió apresuradamente sin escuchar los argumentos en contra.
Y, por supuesto, la lancha médica fue a atender a su hijo. Desde entonces este hombre se convirtió en un gran amigo de los misioneros, y en un investigador entusiasta de las Sagradas Escrituras. Así comenzaron a desaparecer los prejuicios, y los médicos misioneros pudiero conquistar muchos corazones. Hoy, después de diez años, hay cientos de almas que se regocijan en la esperanza bienaventurada de la Segunda Venida de Jesús y la obra adventista se encuentra bien establecida en el valle, con iglesias, escuelas y estaciones médico-misioneras.
Cierto día alguien llamó a los misioneros para asistir a una mujer que estaba por dar a luz a su sexto hijo, y que además se encontraba muy enferma. Su esposo padecía también de una enfermedad pulmonar, y enfermos se hallaban además los cinco hijos. Carecían de alimento en su humilde choza, donde no había comodidad alguna. No tenían muebles, ni siquiera una cama, y dormían sobre esteras extendidas en el piso. Nada tenían listo para esperar al nuevo bebé.
La Sra. Raymundo se puso de inmediato a preparar la ropa necesaria. Cortó varias sábanas para hacer pañales y de la ropa de sus propios hijos hizo el ajuar. Cuando lo trajo listo, venía también con alimento envasado para bebé.
Durante su estancia de tres días en el lugar, los esposos Raymundo administraron tratamiento médico intenso a la familia, les dieron medicinas y hasta les preparaban la comida en la lancha.
Era, y sigue siendo, un gran privilegio, como miembros de la iglesia de Dios, tener la oportunidad de servir a otras personas. El Señor bendice a quienes ayudan a otros.
Tratemos nosotros, también, de servir alegremente a los demás. No importa donde nos encontremos. Los hospitales, lanchas y estaciones misioneras adventistas proclaman a gran voz lo que hacen en todo el mundo. ¿No te gustaría ayudar a extender esta obra en sitios, donde todavía existen tantas necesidades? Por ahora, puedes comenzar en tu hogar, y tu vecindario. Siempre hay gente que necesita ayuda.
La iglesia de las mujeres
Por el pastor R. S. Watts (Director del Depto. de Escuela Sabática de la Unión Coreana)
En la aldea de Nam San Ni, situada en el territorio de la Misión del Sudoeste, en Corea del Sur, había un grupo de adventistas formado por 58 mujeres. Todos los cargos directivos del grupo estaban ocupados por una mujer. También las predicaciones.
De ese modo se reunían, semana tras semana, en la casa de uno de los miembros para celebrar la escuela sabática y el sermón. Cierto día, después de los servicios del sábado, a una de ellas se le ocurrió una idea.
—¿Qué les parece si construimos una iglesia?
— ¡Claro que sí!
— ¡Excelente idea!
—Pero, ¿cómo y con qué?
Al comenzar a tomarse en serio aquella idea, esa última pregunta comenzó a recibir respuesta. El esposo de una de las mujeres donó el terreno; el esposo de otra de ellas, que tenía una carpintería, donó la madera; y con donativos se compraron las ventanas y las puertas.
“¿Y quién hará el trabajo ahora?”, se preguntaron entonces. Decidieron hacerlo ellas mismas.
Despejaron el terreno; compraron picos y palas, martillos y serruchos, clavos y otras herramientas; y después de una ceremonia adecuada, comenzaron la construcción.
¡Cómo trabajaban! Colocaron los cimientos y empezaron a levantar el armazón del edificio. Debido a que trabajaban allí todos los días, comenzaron a atraer la atención de la gente. Cierto día vieron que un grupo de hombres se les acercaba. “¡Qué bueno! —pensaron—. Probablemente vendrán a ayudarnos”. Al acercarse más, las mujeres notaron que los hombres venían cantando; pero lo que entonaban no eran canciones cristianas. Al prestar más atención, se dieron cuenta de que los hombres estaban ebrios.
Cuando llegaron al lugar de la construcción, aquellos borrachos comenzaron a burlarse de las constructoras, y empezaron a arrojarles piedras.
Asustadas, aquellas mujeres decidieron suspender el trabajo de aquel día. Pero al día siguiente ocurrió lo mismo, y el hostigamiento siguió repitiéndose al tercer día, al cuarto, al quinto día…
Entonces sucedió algo inesperado. El grupo recibió una partida de ropas y alimentos enviados por el Depto. de Beneficencia de la misión. Las mujeres suspendieron, temporalmente, la construcción de la iglesia y se dedicaron a distribuir los alimentos y la ropa entre los necesitados de la aldea, incluyendo los hogares de los hombres que habían estado molestándolas.
Cuando después de unos días las mujeres reanudaron la construcción, se entristecieron mucho al notar que el mismo grupo de hombres se acercaba hacia ellas. “¿Será posible que vuelvan a molestarnos?”, se preguntaron. Al mirarlos con más atención, notaron que los hombres traían algunas cosas en la mano, pero que no eran piedras. Esta vez traían martillos, serruchos, cinceles y otras herramientas. Uno de los del grupo se adelantó y les dijo: “Queremos pedirles disculpas por lo que hemos hecho. Su bondad hacia nuestras familias nos ha enseñado una lección y queremos ayudarlas”. Desde ese día aquellos hombres colaboraron con ellas en la construcción.
Al finalizar la construcción de la capilla, varios de los hombres se interesaron en la verdad y se bautizaron junto con sus familias.
Oremos y ayudemos para que avance la obra de Dios.
El hombre del amazonas
Extraída del libro “25 historias de misioneros” de Daniel Óscar Plenc
La cuenca del Amazonas es uno de los escenarios naturales más imponentes del mundo. Este río corre desde la cordillera de los Andes, en Perú, hasta su desembocadura en el Océano Atlántico, en Brasil. Con sus seis mil ochocientos kilómetros de longitud (un poco más que el Nilo), es el río más extenso y caudaloso del mundo. Sus principales puertos son Iquitos (Perú); Leticia (Colombia); Manaos (Brasil) y Belém do Pará (Brasil). A lo largo de su recorrido, recibe las aguas de más de mil ríos tributarios, y la desembocadura tiene más de trescientos kilómetros de ancho. La cuenca amazónica tiene cuarenta mil kilómetros de ríos navegables. Iquitos está a tres mil setecientos kilómetros, y Manaos a mil seiscientos kilómetros del Atlántico; en cambio, Belém, capital del Estado de Pará, se encuentra en la desembocadura del río Amazonas.
A esa cuenca del río Amazonas dedicaron los mejores años de sus vidas el ingeniero Leo Halliwell y su esposa, Jessie, en una tarea humanitaria y misionera inigualable. Estas fueron sus palabras: “No hacemos esta labor para ser vistos o lograr fama. Aunque estábamos bien económicamente en Nebraska, lo dejamos todo, porque comprendimos la necesidad de Cristo que tiene la humanidad”.
Leo Blair Halliwell, nacido en Odessa, Nebraska, Estados Unidos, aceptó el mensaje adventista en su juventud. Al concluir sus estudios secundarios, entró en la Universidad de Nebraska para estudiar ingeniería eléctrica. Su novia, Jessie Rowley, también se acercó a la Iglesia Adventista del Séptimo Día, y se sintió admirada por la obra que realizaban sus instituciones médicas. Se inscribió en la Escuela de enfermería del Hospital Adventista de Lincoln, Nebraska; mientras, Leo avanzaba con sus estudios de ingeniería.
En el año 1916, Leo y Jessie terminaron sus estudios y se unieron en matrimonio. Leo comenzó a ejercer su profesión en una empresa industrial, con excelentes perspectivas de futuro. Siendo todavía estudiante, había leído muchas biografías de grandes hombres que se brindaron en favor de la humanidad. Esas lecturas despertaron su vocación misionera, y en algún momento tuvo deseos de ir a África. A los 27 años, abandonó finalmente su carrera y aceptó, junto a su esposa, la suerte del misionero cristiano. No obstante, lo que había aprendido acerca de electricidad, motores y generadores le fue muy útil en el campo misionero.
En 1921, Leo y Jessie fueron llamados a servir como misioneros en el Brasil; país al que dedicarían 38 años de su vida. Los primeros siete años cumplieron con su labor en Salvador, Estado de Bahía, hasta su traslado a Belém, para trabajar por los pobladores del Amazonas. A lo largo de toda esa inmensa geografía, había solo tres adventistas. Con fondos aportados por las Sociedades de Misioneros Voluntarios de Estados Unidos y Sudamérica, Leo diseñó y construyó una lancha en cuatro meses. Era la primera lancha médica y misionera adventista que navegó el Amazonas y sus ríos tributarios. Eligió, para esta, la mejor madera del Amazonas. Es verdad que, algunos años antes, Hans Mayr había construido una lancha, a la que llamó, en alemán, Ulm a Donau [En las márgenes del Danubio], para vender publicaciones, pero ésta era la primera preparada para su labor médica.
La lancha fue botada en 1930, en el muelle rodeado de juncos de las afueras de Belém, con una ceremonia especial. Su capitán era el ingeniero Leo Halliwell, un hombre modesto y jovial, curtido por el sol; no delgado, pero sí ágil e inquieto, que vestía gorra de marino, camiseta y pantalón corto. Esa embarcación fue hogar, escuela, hospital e iglesia para Leo y Jessie, con sus hijos Jack y Marian.
Aquella lancha, llamada Luzeiro [Portador de luz], tenía 12 metros de eslora y 4 de manga; era impulsada por un motor de 65 HP y desarrollaba una velocidad de unos 9 nudos (17 kilómetros por hora). Todas las aberturas estaban protegidas con tela metálica, para defenderse de los mosquitos y otros insectos. Las literas colgaban del techo, para ganar espacio, y eran descolgadas a la hora de dormir. El baño, pequeño, contaba con una ducha.
Sin mucho conocimiento de navegación y sin sospechar lo que les esperaba en el futuro, partieron una tarde de Belém y comenzaron a remontar las inquietas aguas del Amazonas. Trabajaron por los más necesitados pobladores de la ribera, dándoles atención física y espiritual; trayendo alivio a quienes se encontraban sumidos en la pobreza, la ignorancia, el prejuicio, la superstición y la enfermedad. Trataban de inculcar en la gente un mejor estilo de vida, y acercarla a Dios. El paludismo (malaria) era entonces la enfermedad más común, y mortal, que enfrentaban los habitantes de la selva; aunque también padecían úlceras, cáncer, parasitosis y diversas enfermedades tropicales. A veces, todo un poblado quedaba sin habitantes, por causa de la malaria. Los misioneros aplicaban quinina y otros medicamentos, salvando así muchas vidas. Más de la mitad de los niños morían sin alcanzar la juventud.
Las serpientes venenosas y los yacarés eran una amenaza constante. Las boas constrictoras, que estrangulan a sus víctimas, medían hasta diez metros. Había cocodrilos de seis metros de largo. Las anguilas eléctricas podían matar a un ternero; y un cardumen de pirañas podía devorar una vaca en dos minutos. Se supo de dos hermanitos que se encontraban junto al río; uno fue mordido por un cocodrilo y, cuando el otro quiso defenderlo, también fue atacado. Como consecuencia, ambos quedaron mutilados. En aquella selva interminable, donde no había caminos, vivían unas cien tribus indígenas diferentes, con grandes carencias.
Las personas que navegaban contra la corriente solicitaban que la lancha los remolcara; pero, complacer a todos era imposible. En el viaje inaugural, los misioneros avanzaban por una región despoblada, cuando vieron a tres hombres en una canoa. Leo les tiró una cuerda, para remolcarlos. Uno de los hombres permaneció en el bote, mientras que los otros dos subieron a la lancha.
Más adelante, preguntó uno de los hombres: “¿De qué lado de las rocas quieren pasar?” “¿Qué rocas?”, preguntó Halliwell. Entonces, aquel hombre dio un salto, giró el timón en redondo para desviar el curso de la lancha, y apenas logró evitar que la embarcación chocara contra unas rocas que estaban debajo de la superficie, y se despedazara. A continuación, los hombres se despidieron, alejándose con su canoa. Leo estaba extrañado, porque no había ninguna población en aquellas orillas; cuando volvió para mirar hacia dónde se dirigían, no vio a nadie. Seguramente, se había cumplido una vez más la promesa del cuidado de los ángeles.
Cuando los nativos escuchaban que la lancha se acercaba, sacudían sus pañuelos, para pedir ayuda médica. Al detenerse la lancha, se formaban largas filas de pacientes.
Las vivencias que experimentaron durante 27 años fueron de las más variadas e imprevisibles, llenas de peligros y de oportunidades. Algunas situaciones no pasaron de un simple susto. Como aquella vez en que Leo estaba filmando a un tigre que subía a un árbol, y de pronto el animal notó su presencia, se abalanzó sobre él y lo derribó sobre la cubierta.
Otras realidades eran penosas en extremo. Un atardecer tranquilo, ancló la lancha en una bahía. Sobre las aguas alumbradas por la luna, distinguieron una pequeña canoa y, sobre ella, un muchachito venía remando contra la corriente desde hacía tres horas, para acercarse a la lancha. Tenía la cara pálida y se encontraba enfermo de malaria. Su padre había muerto el día anterior, y sus hermanos la semana previa; su madre estaba agonizando. El chico preguntó: “¿Tienen ustedes algún remedio para la fiebre?” La señora Halliwell le preguntó: “¿Cómo te llamas?” “Antonio”, respondió. “¿Cuántos años tienes?”, le preguntaron. “Tengo diez años”. El niño estaba enfermo desde hacía tres meses. El médico brujo había tratado de expulsarle los “malos espíritus”, y lo había golpeado con una vara espinosa. Profundamente conmovidos, los Halliwell lo atendieron, y le entregaron medicamentos y alimentos para su madre. El chiquillo, agradecido, se alejó con su canoa.
Era normal que la Luzeiro detuviera su marcha y anclara los sábados; lo que no impedía que fuera visitada. Uno de esos sábados, se iniciaba la Escuela Sabática con un himno, cuando un hombre demacrado se acercó en una canoa. Su hija había muerto, y la había sepultado debajo de un árbol de mango. Rogó a los Halliwell que fueran hasta su aldea, donde la mitad había muerto o estaba moribunda por la malaria.
Por todas partes había hamacas colgando, con enfermos que temblaban de escalofrío o transpiraban de fiebre. Aplicaron inyecciones de quinina y detuvieron la plaga. De pronto, el pobre hombre recordó el himno que había escuchado en la lancha, y les pidió que volviesen a cantarlo. Los misioneros cantaron, leyeron la Biblia y oraron. En una choza de otra aldea, solo había sobrevivido una niña de diez años. Su padre y sus hermanos habían muerto, y ella los había enterrado en una fosa común. Los Halliwell atendieron, en solo dos días, a alrededor de quinientas personas.
En muchas ocasiones, ocurrieron verdaderos milagros de transformación. Un hombre que había asesinado a seis personas procuró matar al maestro de la misión adventista. Sin embargo, la influencia cristiana de la misión pudo más, y el hombre llegó a ser cristiano. En determinado momento, preguntó a Leo Halliwell: “Cristo ¿murió por los blancos o también por los indios?” ¡Cuánta tranquilidad trajo a su espíritu perturbado el saber que Jesús había venido a salvar a todos los hombres!
En una ocasión, los Halliwell atendieron a una mujer enferma de paludismo que tenía cuatro hijos; no solamente ella sanó, sino, además, todos se convirtieron en fieles cristianos.
Interesado como estaba en dar a conocer la fe cristiana, Leo utilizaba muchas noches para reunir a los nativos y predicarles con ayuda de un proyector. A veces, contribuía con la música de su órgano portátil. Luego, buscaba el resguardo de algún riacho tranquilo, para descansar. En el Amazonas, la noche llega abruptamente a las seis de la tarde. Con la oscuridad, llegaban los sonidos peculiares de la selva, especialmente de los monos. Se acostumbraron pronto a estos sonidos y, tras el cansancio del día, podían dormir ni bien cerraban los ojos.
Leo y Jessie alcanzaron a muchas indígenas con el mensaje de Cristo. Les enseñaban las Escrituras y las canciones cristianas, llevando a muchos al bautismo. Surgieron iglesias a lo largo del río, y hubo una iglesia flotante con capacidad para más de doscientas personas. Otras reuniones se realizaban en una casa o al aire libre. En cierto lugar, se acercaron unas trescientas personas, y el servicio se realizó debajo de un árbol de mango.
Cada tanto, los Halliwell interrumpían sus labores para pasar una temporada de vacaciones en los Estados Unidos. Visitaban a sus familias y buscaban mayor capacitación. Una vez, dedicaron parte del tiempo para concurrir a un hospital adventista de California, en el que Leo se preparó como técnico de laboratorio. En 1930 tomaron un curso sobre enfermedades tropicales.
En las vacaciones de 1936 visitaron familiares y amigos, y Leo vio a sus padres por última vez. Los hijos, Marian y Jack, permanecieron en su país, para estudiar: Jack lo hizo en el Pacific Union College, California, y Marian estudió enfermería en el Colegio Misionero cercano a Washington, D.C. Con el tiempo, se casaron y formaron sus hogares. A partir de allí, Leo y Jessie regresaron al Brasil solos, sin la alegría de tener a los niños correteando por la lancha. En un viaje realizado en 1944, Leo recibió una generosa oferta de trabajo en una compañía, pero la rechazó con toda decisión.
Tras 27 años en la lancha, los Halliwell dejaron el Amazonas, para trabajar por algún tiempo en Río de Janeiro. Leo había cumplido los 65 años. Ahora, le encomendaron supervisar la obra de las lanchas misioneras en toda Sudamérica, hasta su jubilación, en 1958. Para entonces, la situación en el Amazonas era comparativamente muy diferente. Se habían establecido clínicas y se erigió un moderno hospital en Belém; había 20 escuelas con 1.000 alumnos, 7 iglesias, unos 4.000 creyentes, 6 lanchas misioneras y 11 en el resto del Brasil.
En tiempos recientes, se contabilizó en la zona la existencia de 59 escuelas adventistas con 21.000 alumnos, 2 hospitales grandes, 1.600 iglesias con 311.000 miembros y 250 pastores. El servicio de lanchas misioneras del Amazonas creció con los años, hasta alcanzar el total de 25. Actualmente, los distritos pastorales cuentan con lanchas más ligeras y económicas, para atender a la población de las riberas.
Un ministerio tan vasto y generoso es difícil de sintetizar. Halliwell fue, al mismo tiempo, ingeniero, navegante, enfermero y pastor. Trabajó por los nativos con amor y dedicación. Jessie atendió el nacimiento de cientos de niños. Cada uno de sus 27 años de servicio, recorrieron cerca de 20.000 kilómetros. Trataron a más de 250.000 enfermos y, tal vez, ministraron a las necesidades físicas y espirituales de 750.000 personas.
El diario La Nación, de Buenos Aires, lo llamó el “hombre del Amazonas”; otros lo consideraron el “Schweitzer americano”. La historia de esta pareja de misioneros se publicó en dos libros inspiradores: Light Bearer to the Amazon (1945) y Light in the Jungle (1959), y en numerosos artículos de diarios y revistas. En 1952, el Gobierno del Brasil confirió a Leo Halliwell la Orden de la Cruz del Sur, el más alto honor que puede entregarse en el país, en reconocimiento por su servicio.
Dijo Halliwell: “Estamos agradecidos porque el Señor nos ha dado salud para trabajar en la región del Amazonas. No es un sacrificio, sino un privilegio. Nunca nos hemos arrepentido de nuestra decisión, ni por un momento”.
Cuando Leo abandonó su trabajo en los Estados Unidos, el gerente de la empresa le dijo: “Ingeniero Halliwell, usted es un tonto”. Pero, cuando leyó el reportaje que la revista Selecciones del Reader’s Digest le hizo en el Amazonas, le escribió para decirle: “Ingeniero Halliwell, hace muchos años yo le dije que usted era un tonto; ahora, me doy cuenta de que el tonto era yo”.
Permanece el desafío que Halliwell lanzó a la nueva generación, con estas palabras: “Formulo un sentido llamado a todos los jóvenes de altos ideales en Sudamérica. Se necesitan muchos hombres y mujeres que estén dispuestos a ofrecer sus vidas en el servicio por el prójimo […]. Que el amor de Jesús inunde el corazón de todo joven. Confío plenamente en ellos”.
Los Halliwell envejecieron en la selva y los ríos del Brasil, sin haberse arrepentido jamás. Como Leo expresó en cierta oportunidad: “Si tuviera que elegir nuevamente qué ser en la vida, volvería al Amazonas”.
Resumen, y selección de materiales, de Eunice Laveda, miembro de la Iglesia Adventista del 7º Día en Castellón. Eunice Laveda es responsable, junto con su esposo, Sergio Fustero, de la web de recursos para la E.S. Fustero.es
Imagen: Samantha Sophia en Unsplash