Dietrich Bonhoeffer y la voz profética de la iglesia.
Hace setenta años, el 9 de abril de 1945, en las últimas semanas de la Segunda Guerra Mundial, el renombrado teólogo luterano Dietrich Bonhoeffer fue ejecutado en el campo de concentración de Flossenbürg en Alemania. Puede que su nombre no sea familiar en la Norteamérica del siglo XXI, pero su legado todavía nos desafía hoy.
Nacido el 4 de febrero de 1906 en Breslau (Alemania) en una familia acomodada, Bonhoeffer no sólo fue un alumno brillante, que completó a los veinticinco años una tesis doctoral y de habilitación (un segundo grado doctoral requerido para enseñar en las universidades alemanas), sino que además fue una de las voces destacadas de la Iglesia Confesante que se opuso a la Alemania nazi de Hitler.
En su predicación y sus escritos desafió repetidamente el statu quo de las iglesias cristianas alemanas (incluida su Iglesia Luterana) que cooperaban estrechamente con los dirigentes y la ideología nazi. En agosto de 1933 era una de las voces destacadas en la redacción de la Confesión de Betel, una nueva declaración de fe que plantó cara a la oficial Iglesia Cristiana Alemana, controlada por los nazis.
Lo cierto es que, a nivel personal, a menudo se cuestionó sus propias convicciones ante el constante acoso y la persecución creciente. Su prometedora carrera académica se truncó poco después del acceso de Hitler al poder y su autorización para enseñar en la Universidad de Berlín fue revocada en 1936. Continuó formando a pastores luteranos en diversos seminarios clandestinos que se organizaron después de que la Iglesia Confesante se separara de la Iglesia Cristiana Alemana. Su asociación con líderes de la resistencia alemana contra Hitler que formaban parte del ejército determinó que fuera encarcelado en 1943 y, finalmente, condenado a muerte.
¿Por qué interesarnos por un teólogo alemán muerto hace tiempo?, podrían preguntarse algunos. ¿Cuál es su relevancia para quienes vivimos en un mundo que es muy diferente de la Alemania nazi?
O… ¿es que lo es?
Estamos agradecidos por las libertades que disfrutamos en 2015 en Estados Unidos y otras partes del mundo occidental; aun así, sabemos que no vivimos en un mundo perfecto. Recordemos las imágenes de zonas de conflicto por todo el mundo, donde la corrupción, la persecución implacable, la opresión sistemática y las amenazas tangibles a la vida y a la salud forman parte de la vida diaria.
Incluso en nuestros cómodos hogares en los barrios residenciales de Norteamérica somos conscientes de que la privacidad parece un concepto del pasado. Vivimos en casas de cristal, rodeados por entidades que pueden oír lo que oímos, leer lo que escribimos y saber qué ocurre en nuestras cuentas corrientes. Tras el 11-S nos hemos acostumbrado a menos libertades personales en aras de una sensación (¿o ilusión?) de creciente seguridad.
La voz de Bonhoeffer, que habló de forma tan apasionada y audible en un tiempo en el que la mayoría de las demás voces guardó silencio, todavía se oye hoy, setenta años después de su ejecución. Sus trascendentes estudios teológicos han moldeado a generaciones de pastores y teólogos. Su interés por las relaciones ecuménicas preparó el camino para un creciente diálogo interreligioso tras las Segunda Guerra Mundial. Su teología no era de ningún modo adventista o luterana tradicional, a pesar de lo cual su ejemplo de vida vivida de forma consecuente nos desafía a vivir de manera auténtica y a servir firmemente a un Salvador que se humilló a sí mismo portando el agua y la toalla.
Bonhoeffer respondió de manera excepcional a los inmensos desafíos de su tiempo. En medio de un mundo que había optado por mirar hacia otro lado, él miró con mayor atención. Leer a Bonhoeffer nos evoca la clara voz profética que podemos oír en las voces bíblicas de Isaías, Miqueas, Amós o Hageo.
Como Amós e Isaías, pensó de manera global y se hizo eco de la voz de Dios a las naciones (cf. Isaías 13-21; Amós 1: 3-2: 16). Su llamado a oponerse a la obediencia irreflexiva y a la ignorancia consciente y por conveniencia de una realidad que quizá no nos guste, recuerda el llamado bíblico a proteger a los débiles, a los huérfanos, a las viudas y a los extranjeros (Isaías 1: 23; 10: 2; Jeremías 7: 6; 22: 3; Ezequiel 22: 7; Zacarías 7: 10). De algún modo Dios se pone de lado de los desamparados en la historia, de los que se esfuerzan por luchar por sí mismos.
Una de las obras más famosas de Bonhoeffer es El precio de la gracia*, publicada por primera vez en inglés en 1948. En su primera página Bonhoeffer escribió: «La gracia barata es el enemigo mortal de nuestra iglesia. Hoy combatimos en favor de la gracia cara». Cuando nos damos cuenta del alto precio de la cruz y de la naturaleza radical de ser un discípulo del Carpintero de Nazaret que servía a los oprimidos, tenía compasión por los enfermos y hablaba contra los que pretendían tener a Dios y a la tradición de su lado, de repente sabemos de qué va esta gracia cara.
Podemos ver el precio del discipulado en el propio ejemplo de Cristo al servir a la humanidad y en su voluntad de pagar el precio máximo. Podemos oír el precio del discipulado en la infinidad de historias de los mártires cristianos, tanto antiguos como modernos, llevando adelante el evangelio en tiempos y lugares siempre difíciles. Podemos sentir el precio del discipulado cuando salimos de nuestra zona de confort a un mundo que provoca dolor y que sufre y que se tambalea agonizante; y cuando lo sentimos necesitamos decirlo claramente. Los adventistas del séptimo día no sólo están llamados a predicar el evangelio eterno y a hacer discípulos para el Maestro; están llamados a vivir este evangelio de forma valiente y radical en la vida diaria, incluso enfrentándose a regímenes despóticos, a las fuerzas del mercado abusivas, al capitalismo implacable, a la opinión pública todopoderosa y a la corrección política.
* El precio de la Gracia. El seguimiento, Salamanca: Sígueme, 2004. El original alemán (1937) se titula Nachfolge (El seguimiento), y en inglés se conoce como The Cost of Discipleship (El precio del discipulado).