Foto: (cc) cmun_Project/Flickr.
Recientemente salió a la luz pública –hasta donde me consta sólo a través de medios de comunicación minoritarios– una noticia cuanto menos llamativa. Los padres de un alumno de seis años en un colegio de Málaga deseaban que su hijo asistiese a clase vestido con ropa de niña y que pudiese utilizar los lavabos de las chicas. Ante la oposición de la dirección del colegio, los padres del niño denunciaron el hecho a las autoridades autonómicas correspondientes, lo que resultó en el apercibimiento de éstas al colegio de que le retirarían el concierto educativo a menos que accediesen al deseo de los padres.
Me he permitido la licencia de tildar más arriba esta noticia de “llamativa”, pero la realidad es que este tipo de sucesos resultan cada día menos sorprendentes para la mayor parte de la sociedad actual, muy acostumbrada ya a todo tipo de cambios con respecto a los valores que la gobernaban no hace tanto tiempo. Sin embargo, posiblemente no arriesgamos mucho si afirmamos que resultarían de un tremendísimo impacto para un hipotético viajero del tiempo de hace tan sólo veinte años y que nos visitara a ésta nuestra época.
La realidad es que a los cristianos que esperan el advenimiento del Señor poco deben sorprenderles estos cambios aunque sí les sobrecojan. Sobradamente está recogido en la Escrituras cómo se produciría una tremenda inversión de valores en los tiempos finales –ver por ejemplo 2 Timoteo 3:1-4 o Lucas17:26-28–. Así, efectivamente, nuestra sociedad está viendo cambios en las pautas de la sexualidad comúnmente promovidas – como el caso de la noticia que nos ocupaba– e incluso recomendadas, pero también en la familia, cada vez más amenazada y desconsiderada como institución social, y en la economía, que cada día nos exige más a cambio de menos y, lo que es peor, cada día nos aliena más como individuos. Nuestro mundo respira, además, cada vez más violencia, y cada día hay más voces denunciando el empobrecimiento sostenido de nuestros sistemas educativos.
Por otra parte, el malestar psicológico de los individuos de nuestro tiempo es cada día mayor, especialmente en las grandes ciudades. El estrés, la depresión, la angustia y otras ya consideradas como “enfermedades de nuestro tiempo” campan a sus anchas hoy en día como nunca antes sucedió.
Podríamos extender nuestro análisis tanto como quisiésemos. El diagnóstico es admitido y compartido no sólo en círculos cristianos sino también en grandes sectores seculares de la sociedad que ven claro que las cosas no marchan por buen camino. Sin embargo, un análisis hecho puramente desde la óptica de las Escrituras nos llevaría mucho más lejos. La realidad es que no nos encontramos en una mera descomposición de los valores morales y de convivencia de la sociedad. El trasfondo de los acontecimientos es algo mucho más profundo que ello. Me atrevo a afirmar que en nuestra sociedad se está llevando a cabo un ataque definitivo contra Dios, contra su Ley, y contra todo lo que supone un estilo de vida acorde con las recomendaciones del Señor. O, de otra manera, podríamos decir que se está alcanzando el clímax en el conflicto espiritual que es la historia de este mundo y que se desarrolla tras las bambalinas de lo que para nosotros es visible.
Una reflexión pormenorizada de gran parte de los nuevos hábitos de vida de nuestro tiempo nos llevaría claramente a encontrar su réplica en las Escrituras. Así, la Biblia nos dice claramente que desde el mismísimo momento de la concepción es un hijo lo que una madre alberga en su interior (Mateo 1:23), muy en contra de lo defendido por los más beligerantes pro-abortistas. Las ingentes ganancias generadas por las grandes corporaciones bancarias que dominan nuestra economía vulneran los principios que nos plantea Dios acerca de la usura (Éxodo 22:25). La sexualidad entre personas del mismo sexo es absolutamente reprobada en las Escrituras (Levítico 18:22; Romanos 1:26,27) en tanto que, aunque siempre ha existido, nunca como ahora ha sido tan masivamente promovida y alentada. El ritmo de vida de nuestra sociedad, que apenas nos deja tiempo para nada, atenta frontalmente contra el estilo de vida cristiano en el que el tiempo para Dios y para la oración ha de ser central (1 Tesalonicenses 5:17). Además somos invadidos por todo tipo de ocio estéril que condiciona nuestra vida y costumbres, y cada día aparecen nuevas posibilidades tecnológicas de comunicación que, aun pudiendo resultar de gran utilidad en muchísimas ocasiones, invaden impunemente nuestra intimidad y nos privan de un contacto sostenido con nuestro Creador, dañando significativamente nuestra vida espiritual. Hasta se han impuesto como modas presuntamente meramente estéticas los “piercings” y los tatuajes, que no son sino el renacimiento de antiguas manifestaciones paganas contrarias a la voluntad de Dios (Levítico 19:28).
Recojo aquí sólo algunos de los aspectos más significativos, aunque la lista podría extenderse muchísimo más. El frente está abierto y creciendo. Nuestro mundo atenta frontalmente contra Dios y contra los cristianos, e intenta belicosamente remover a éstos de sus posiciones y de sus creencias. Nuestro mundo admite cada día menos espacio para el cristiano que desea ser leal a su Señor. Nuestro mundo se hace cada día más anticristiano, y la única salvaguardia del cristiano es su concienciación y su apartamiento (Juan 17:14-16). Se hace imprescindible en este contexto citar las palabras del apóstol Juan en su primera epístola: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.” (1 Juan 2:15-17).
Ahora más que nunca el Pueblo de Dios necesita de discernimiento. Más que nunca necesita diferenciar entre el bien y el mal porque más que nunca ambos están mezclados y la frontera entre uno y otro se hace más difusa. Como en los tiempos de Nehemías, los que se aparten de las costumbres del mundo para adherirse a la Ley de Dios serán aquellos que “puedan comprender y discernir” (Nehemías 10:28). Y, finalmente, más que nunca la sociedad necesita del Pueblo de Dios para ser luz del mundo, pues éste fenece en sus tinieblas y sólo en la verdad, en Jesucristo, hay salvación. Tome por tanto el remanente de Dios conciencia de lo que realmente es (2 Corintios 5:11) y reciba la iluminación del Señor para la divina obra a que ha sido encomendado.