El sabio pedido de David en el Salmo 51 para obtener la verdadera belleza.
No es que Juan no pudiera dejar de pensar en sí mismo. Lo que no podía era dejar de pensar en la imagen que proyectaba de sí mismo. Así, al concentrarse en su apariencia, notaba que aquella parte de su cuerpo le disgustaba profundamente. Cuando por vigésima vez en el día miraba su rostro en el espejo, su angustia aumentaba.
Juan padecía «dismorfia»; es decir, la alteración perceptual del patrón morfológico normal de una parte de su cuerpo. Las «imperfecciones» en las que se centran quienes tienen esta patología son cosas que otros difícilmente notan. Pero ellos las exageran y todo parece peor en su mente. Por eso, algunos ni siquiera salen de sus hogares y, si lo hacen, recurren a maquillajes excesivos, sombreros, prendas de vestir amplias para cubrirse, etc. Más allá de esto, las ansiedades y las inseguridades siempre están a la vuelta de la esquina. En la mayor parte de los casos, la solución para este problema reside en un tratamiento psicológico.
Dismorfia espiritual
Sin embargo, hay una clase de dismorfia a la que podríamos llamar «espiritual», que es mucho más peligrosa. A diferencia de la otra, lo que no nos gusta es real y mortal. David la padecía en el Salmo 32: 3: «Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día». Y es que en el Salmo 51 no podía dejar de pensar en su pecado. Su corazón estaba manchado. El fugaz placer de una relación sexual prohibida con Betsabé ya no existía. Lo que quedaban eran los restos mortales del fiel soldado Urías y del inocente niño fruto de aquella adúltera relación. Todos los pecados dejan consecuencias; pero las de algunos son más complicadas de sobrellevar que las de otros.
Acorralado por la culpa que conduce al arrepentimiento, David escribe el catártico Salmo 51. Este registro confesional ha sostenido y animado a miles de cristianos a lo largo de la historia que también han descendido a las profundidades del pecado y, desde allí, han sido rescatados por la gracia divina. Analicemos estos esperanzadores 19 versículos en tres apartados:
1-Pecado confesado, pecado perdonado (versículos de 1 al 6)
Pocas veces en la Biblia se registra una oración tan sincera y poética. No son solo bellas palabras; también lo son las súplicas de un pecador que busca el verdadero arrepentimiento con una confesión directa y clara, sin autojustificación ni excusas. Él no les echa la culpa a las circunstancias, ni a su temperamento, ni a las presiones de la sociedad. Solo exclama: «Dios, ten compasión de mí, conforme a tu amante bondad» (Salmos 51:1).
El perdón no opera por algún mérito humano, sino por la misericordia de Dios. Gracias a él puede extirparse este maligno horror de la «dismorfia espiritual» con una triple acción: «borra mis transgresiones», «lávame… de mi maldad» y «límpiame de mi pecado» (Sal. 51:1, 2). «Borrar», en hebreo, es la misma palabra –usada a modo de petición– que se usa para borrar la escritura de un libro (Éxodo 32:32; Números 5:23).
2-Pecado confesado, restauración iniciada (versículos del 7 al 12)
David suplicó para que Dios hiciera una obra de limpieza total en virtud del sacrificio expiatorio de un sustituto. El hisopo es una clara referencia al Santuario y se usaba para aplicar la sangre del cordero pascual (Éxodo 12:22) y para rociar el agua purificadora del sacerdote (Números 19:18). Ni por un momento David pensó que podría limpiarse él solo. Así, inicia el camino de la pureza (de la que Dios nos llama a ser ejemplo en 1 Timoteo 4:12) con el mayor tesoro que un ser humano puede tener: un corazón renovado (sobre el cual se cimentan la felicidad y la santidad, según Mateo 5:8 y Salmo 51:8 y 12). La oración de David debería ser la nuestra: «Señor, crea en mí un corazón limpio» (Salmo 51: 10).
3-Pecado confesado, misión en marcha (versículos del 13 al 19)
Las transformaciones de Dios son asombrosas. La amarga experiencia de una categórica derrota espiritual ahora podría ser convertida en una oportunidad de testificación. David estaba feliz de enseñar a otros a través de su vivencia a fin de que los pecadores regresaran al buen camino. Quien había ejercido una fe sólida para derrotar a Goliat y un dominio propio asombroso para solo cortar el manto de Saúl, ahora había fracasado como hombre, esposo, padre y líder. Pero Dios le concedió otra oportunidad.
¿Por qué? Porque, cuando Jesús nos mira, ejerce una especie de «dismorfia» pero positiva, ya que no nos ve como somos, sino como podemos llegar a ser. Sin miedos, podemos humillar nuestra alma solicitando el perdón para luego levantar nuestra cabeza y contar las grandes cosas que Dios ha hecho por nosotros.
Autor: Pablo Ale, Licenciado en Teología y en Comunicación Social. Además, tiene una maestría en Escritura creativa. Es autor y editor de libros; redactor de la Revista Adventista y director de las revistas Conexión 2.0 y Vida Feliz, en la Asociación Casa Editora Sudamericana.
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