Él anticipó, y hasta buscó, a la mujer samaritana. Y de todas las personas, la eligió a ella para revelarle su identidad mesiánica. Se puede predicar el evangelio en todo momento y lugar, a todo aquel que quiera escucharlo.
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El Hombre había estado caminando por muchos kilómetros con sus compañeros. El sol anunciaba que estaba cerca la hora del almuerzo. El polvo le cubría los pies, y la brisa cálida evaporaba la humedad de su cuerpo. Tenía sed. Se sentó junto a un pozo de agua en medio del campo –junto al pozo de Jacob– y esperó.
Sus amigos fueron a buscar alimentos en la ciudad samaritana de Sicar, pero Él tenía un compromiso importante que cumplir.
Una mujer llegó al pozo para sacar agua. Llegó sola, durante la hora de más calor, acaso porque su estado social no cumplía con las normas de la comunidad.[1] No le pareció extraño que un hombre estuviera allí –los pozos eran espacios comunitarios compartidos–; entonces se preparó para bajar la vasija hasta el agua. En ese momento, el Hombre habló:
– «Dame de beber».
Contra todo pronóstico
La narrativa de Juan 4 rompe con muchas expectativas sociales y literarias. En primer lugar, Jesús, un judío que afirmaba ser el Mesías, viajó hasta Samaria. Ese marco es clave: «Samaria» y «samaritano» o sus derivados son mencionados seis veces en solo seis versículos (versículos del 4 al 9). Después del exilio de Israel, los que permanecieron en Samaria se mezclaron con los no israelitas deportados a la región. Los matrimonios se volvieron mixtos, y la religión, sincretista. Rechazaron los escritos proféticos y sapienciales. Solo quedaron con los cinco libros de Moisés, y adoraban en un templo que construyeron sobre el Monte Gerizim.[2]
El distanciamiento entre judíos y samaritanos se hizo mayor cuando los judíos que regresaron del exilio no permitieron que los samaritanos participaran de la reconstrucción del templo (Esdras 4:2 al 3). Siglos después, los samaritanos y los judíos permanecían terriblemente hostiles entre sí. Los judíos viajaban por Samaria cuando era necesario, pero los más estrictos tomaban una ruta más larga para evitar por completo la región.[3]
El segundo quiebre con las convenciones sociales fue que Jesús incluyó a una samaritana en el diálogo, y no a cualquier samaritana: a una mujer con una serie de maridos y en el presente, con un amante. En tercer lugar, las palabras de Jesús dejan en claro que su interacción no es accidente: Él anticipó, y hasta buscó, a la mujer. Y de todas las personas, la eligió para revelarle su identidad mesiánica.
«Dame de beber»
El diálogo se inició con un simple pedido: «Dame de beber» (Juan 4:7).[4] Que un judío le hablara era suficiente sorpresa para la mujer, pero ese Hombre también le pidió un favor. Ella respondió atónita: «¿Cómo se te ocurre pedirme agua, si tú eres judío y yo soy samaritana?»(versículo 9).
Jesús ignoró su referencia a la división étnica. Respondió que ella debía pedirle de beber. El agua que le ofreció gratuitamente era vivificante. Vez tras vez, la alejó de cuestiones de identidad étnica y heridas del pasado y señaló su interés actual por su propia sed y su capacidad de satisfacerla.
Una vez que captó la sinceridad de esa misteriosa oferta y le pidió de esa agua, él le dijo abruptamente que llamara a su marido. Su respuesta fue simple: no tenía marido. Era una declaración honesta: estaba viviendo con alguien que no era su marido, y Jesús le reveló que conocía ese hecho y su historia marital.
Atónita ante el conocimiento de su vida personal, la mujer reconoció que Jesús tenía que ser profeta, pero desvió la conversación de su vida personal al tema de los samaritanos y judíos. Jesús usó eso como una oportunidad de declararle que había llegado una nueva era: ahora, todos los adoradores, fueran judíos o samaritanos, adorarían al Padre
«en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren» (versículo 23).
El mesías
Desde el comienzo de la conversación, Jesús había trastornado su cosmovisión, que estaba centrada en los conflictos étnicos y religiosos entre judíos y samaritanos. Se había estado identificando como alguien que se oponía a los judíos y, por lo tanto, a ese judío junto al pozo, pero él había desmenuzado esa narrativa al dialogar con ella y tratarla con respeto. Ella había citado a Jacob y sus antepasados como fundamento de su vida, creencias y lugar de adoración. Pero Jesús reinterpretó y reformó también esos aspectos.
Por último, la mujer dirigió la conversación a un punto de acuerdo entre judíos y samaritanos: «Sé que viene el Mesías, al que llaman el Cristo –respondió la mujer–. Cuando él venga nos explicará todas las cosas» (versículo 25). La respuesta a su declaración de fe y esperanza fue simple e increíble: «Ese soy yo, el que habla contigo» (versículo 26).
Sembrar y cosechar
Los discípulos regresaron en el momento de pasmoso silencio que, imagino, siguió a esa revelación. Ya sin preocuparse por el agua que, sabía, solo apagaría temporalmente su sed, la samaritana corrió hasta el pueblo y describió su encuentro con un judío que afirmaba ser el Mesías. Sus palabras denotaron esperanza.
«Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será este el Cristo?» (versículo 29).
Allá en el pozo, Jesús respondió a la preocupación de los discípulos. Se habían sorprendido de encontrarlo hablando con una mujer, pero no habían dicho nada. Ahora lo instaron a comer, pero se rehusó, afirmando que tenía otro alimento que no conocían. Al verlos confundidos, tanto por causa de la mujer como del alimento, les declaró su misión: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y terminar su obra» (versículo 34).
Entonces les dio su misión: «Yo les digo: ¡Abran los ojos y miren los campos sembrados! Ya la cosecha está madura; ya el segador recibe su salario y recoge el fruto para vida eterna. Ahora tanto el sembrador como el segador se alegran juntos […]. Yo los he enviado a ustedes a cosechar lo que no les costó ningún trabajo. Otros se han fatigado traba- jando, y ustedes han cosechado el fruto de ese trabajo» (versículos 35-38).
Sin preparación teológica
Mientras Jesús hablaba, la gente se acercó al pozo de la ciudad, entusiasmada por las palabras de la mujer. Ella no tenía preparación teológica, y su comprensión religiosa había estado, hasta hacía unos momentos, influida por las tradiciones de su pueblo. Pero su encuentro con Jesús hizo tan efectivo su testimonio que atrajo el interés de todo un pueblo. La ilustración del sembrador y el segador quedó representada allí mismo, a la vista de los discípulos.
Los discípulos no habían esperado que Sicar valiera la pena más allá de parar a comprar comida. Tampoco habían anticipado que una mujer sola fuera una misionera tan efectiva. Elena White escribe: «Tan pronto como halló al Salvador, la mujer samaritana trajo otros a él. Demostró ser una misionera más eficaz que los propios discípulos.
Ellos no vieron en Samaria indicios de que era un campo alentador. Tenían sus pensamientos fijos en una gran obra futura, y no vieron que en derredor de sí había una mies que segar. Pero por medio de la mujer a quien ellos despreciaron, toda una ciudad llegó a oír del Salvador. Ella llevó en seguida la luz a sus compatriotas».[5]
Los samaritanos invitaron a Jesús a su ciudad, y él y los discípulos permanecieron por dos días en Sicar. Según Juan 4:39, muchos de los residentes creyeron en Jesús gracias al testimonio de la mujer, pero después de su visita, muchos más creyeron. Dijeron a la mujer: «Ya no creemos solo por lo que tú dijiste […]; ahora lo hemos oído nosotros mismos, y sabemos que verdaderamente este es el Salvador del mundo» (versículo 42). Jesús no podía declarar abiertamente su identidad como Mesías entre los judíos, pero los samaritanos estuvieron listos para reconocer su divinidad.
Agua al sediento
La historia de Jesús y la samaritana nos presenta varias lecciones importantes.
En primer lugar, se puede predicar el evangelio en todo momento y lugar, a todo aquel que quiera escucharlo. Jesús no esperó tener una gran audiencia para asistir a una reunión bien promocionada. Inició la conversación con una mujer peca dora, dedicada a la tarea común de sacar agua. Y cuando la samaritana compartió su experiencia con los habitantes del pueblo, no aguardó a tener el «momento perfecto», sino que habló inmediatamente con todo aquel que quisiera escucharla. Tenía un mensaje tan importante que no podía esperar.
En segundo lugar, jamás deberíamos asumir que sabemos quién está o no preparado para recibir el evangelio. Tampoco podemos afirmar que alguien es indigno de recibirlo. Como lo explicó Jesús en sus muchas parábolas sobre sembrar y cosechar, la semilla del evangelio es arrojada en terreno bueno y malo. Las malezas pueden crecer junto con el trigo, pero Dios separará lo justo de lo impío. Nuestra tarea es simplemente sembrar y cosechar. Dios se ocupará del resto.
Al comienzo del diálogo con la samaritana, Jesús describió el agua que le ofrecía como «un manantial del que brotará vida eterna» (versículo 14). Cuando aceptó a Cristo como el Mesías, la mujer misma se convirtió en una fuente llena de agua viva. «El que bebe del agua viva, llega a ser una fuente de vida. El que recibe llega a ser un dador. La gracia de Cristo en el alma es como un manantial en el desierto, cuyas aguas surgen para refrescar a todos, y da a quienes están por perecer avidez de beber el agua de la vida».[6]
Aceptemos el don del agua de vida que Cristo nos ofrece. Y compartámoslo con quienes nos encontremos. Cada conversación es una oportunidad de compartir esa agua. No podemos retener ese don frente a tantos sedientos. 🖋
Autora: Sarah Gane Burton, investigadora y escritora adventista. Estudia Religión, Enfoques Literarios de los Estudios Bíblicos y Literatura Bíblica y Hermenéutica (especialmente el Antiguo Testamento).
Imagen: Shutterstock
II Semana de Oración Integrada 2023 de la UAE. Artículos extraídos de la Revista ADVENTIST WORDL – septiembre 2023. Este número es una revista que edita la Unión Adventista Española.