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“Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la demostración de lo que no se ve” (Hechos 11:1).
Con este texto, el apóstol Pablo nos dio la definición más famosa para concretar qué es la fe. Es “la certeza”, hupostasis, un término que significa fundamento o sustancia. La fe sería la sustancia que queda en el fondo de un tubo de ensayo, después de haber mezclado diversos productos químicos. El investigador tenía la certeza que obtendría esa sustancia. Aunque no la veía, trabajó sin descanso, la esperó, y ahora tenía la “demostración”, elegchos, un término legal que significa evidencia y que lleva a la convicción.
La fe contra el miedo
¿Qué certeza y qué evidencia tenía aquella viuda que vivía en Sarepta, después de muchos años sin lluvia y sin cosechas? Tenía claras varias evidencias: era viuda, en un tiempo de hambruna sin igual, con una sequía nunca vista, con nadie a quien recurrir porque todos estaban igual que ella, y solo le quedaba para ella y su hijo “un puñado de harina en la tinaja y un poco de aceite en una vasija”. Eran un cúmulo de evidencias bien visibles, que llevaban a una certeza ineludible: “lo comeremos y luego moriremos” (1 Reyes 17:12). Así que aquella mujer tenía fe, porque tenía muy claros los dos principios de la fe que nos da el apóstol Pablo: certeza y evidencia. Pero esta fe la tienen todos los seres humanos. La que se basa en la evidencia y la certeza en lo que se ve. Pero el apóstol habla de una FE, cuya certeza y evidencia “no se ve”.
La fe es un don de Dios, que crece cuando dejamos entrar a Cristo en nuestra vida
Cuando apareció Elías en Sarepta, sucio, cansado y con pintas de pordiosero, no había ninguna evidencia en él de que fuera un profeta de Dios. Tampoco había la más mínima certeza, que si le daba de comer a él primero lo único que le quedaba, ocurriría lo que ese extraño le estaba prometiendo: “La harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá, hasta el día en que Jehová haga llover sobre la faz de la tierra” (1 Reyes 17:14). Para la razón humana, no había la más mínima evidencia en la certeza de esa promesa. Pero aquella mujer pagana respondió al llamado del Espíritu, y se aferró a una certeza y evidencias invisibles, solo dependientes de las promesas de Dios. La fe, salvó su vida y la de su hijo hasta que terminó la crisis.
Una crisis parecida
Hoy, una crisis parecida a la de la época de Elías azota al mundo. Todos estamos pendientes de las certezas y evidencias que nos dan, la televisión, las estadísticas de las autoridades sanitarias y políticas, las normas para evitar el contagio, la crisis económica que se agrava, etc. Cada uno aislado en nuestro pequeño mundo, atenazados por el miedo al otro, encerrados en nosotros mismos y en nuestros problemas de supervivencia diaria. ¡Estamos igual que estaba aquella viuda de Sarepta!
La fe crece en la medida que aprendemos a confiar en Dios en medio de nuestras pruebas y desafíos
Pero Dios, en la persona de Elías, se cruzó en el camino de esta mujer, retándola a dejar de preocuparse por ella y las circunstancias que le rodeaban, para centrarse en Él. Invitándola a pasar de la fe en las evidencias y certezas de este mundo, a la fe en el invisible. Debía cambiar sus prioridades, quitándose del centro, para poner en ese lugar a Dios y al prójimo. Cambió su fe muerta, en una fe viva, donde la confianza diaria en Dios y el servicio al prójimo era lo primero (Santiago 2:17). A cambio, el cielo le proveyó lo imprescindible para sostener su vida, la de su hijo, y la del extranjero que alojaba en su casa. ¿Qué haremos nosotros frente a las mismas circunstancias? ¿Poner el miedo y el egocentrismo en el centro de nuestra vida, o ejercitaremos una fe viva centrada en Cristo y el servicio al prójimo?
El fundamento de nuestra fe
En Hebreos 1:3 el apóstol dice que la hupostasis de Dios es Jesús: “es el resplandor de su gloria, la imagen misma de su sustancia (hupostasis)”. Más adelante vuelve a emplear la misma palabra, traducida por confianza: “porque somos hechos participantes de Cristo, con tal que retengamos firme hasta el fin nuestra confianza (hupostasis) del principio”(Hebreos 3:14). Con lo cual, Jesús es el fundamento de nuestra fe. En la medida que participemos de una comunión íntima con él, a través del estudio profundo de la Palabra, la oración, y el servicio al prójimo, nuestra fe irá creciendo.
Ellen White dice en Palabras de vida del gran Maestro, p. 83-85:
“Tener fe significa encontrar y aceptar el tesoro del Evangelio (Cristo y su reino de gracia) con todas las obligaciones que impone. El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios”. Puede conjeturar e imaginar, pero sin el ojo de la fe no puede ver el tesoro. Cristo dio su vida para asegurarnos este inestimable tesoro; pero sin la regeneración por medio de la fe en su sangre, no hay remisión de pecados, ni tesoro alguno para el alma que perece.”
La viuda de Sarepta encontró este tesoro diariamente en el fondo de su vasija. La harina y el aceite con los que elaboraba el pan para cada día, son un símbolo de Cristo (Juan 6:16) y del Espíritu Santo (1 Samuel 16:13). Pero también son un símbolo de la Palabra de Dios, inspirada por el Espíritu santo, de la que debemos alimentarnos diariamente. “No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4).
Nuestra fe aumenta a medida que meditamos en la palabra de Dios y servimos a los demás
Cada día Dios añadía la cantidad justa de harina y aceite para ese día. Nuestra comida física es diaria. No nos sirve lo que comimos ayer, necesitamos renovarlo hoy. De la misma forma debemos hacer con el estudio de la Biblia, la oración, y el servicio al prójimo. Hace muchos años, una pobre viuda, angustiada por la falta de recursos y el hambre, lo hizo; y aunque la crisis siguió a su alrededor, ella tenía gozo y paz, porque al poner a Dios y al prójimo en primer lugar, el cielo proveyó para sus necesidades diarias. Por lo tanto, no nos angustiemos en esta crisis, recordemos la promesa:
“Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas. “Así que no os angustiéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su propia preocupación. Basta a cada día su propio mal” (Mateo 6:33-34).
Autor: Sergio Martorell, secretario de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en España.