¿A quien enviaré? Reflexiones sobre el trono de Dios y la misión.
El profeta Isaías quedó atónito de asombro cuando se vio de repente en la morada de Dios, frente al mismo trono del Creador del universo (Is 6:1-13). Seres saraph «ardientes» se movían con la velocidad del rayo en todas las direcciones obedeciendo el más mínimo deseo del que se sentaba en un majestuoso trono alto y sublime.
El trono del Siervo del Señor
Aunque al principio no parece claro cuál de las tres personas de la divinidad se sienta en ese trono, Isaías 52:13, aplica el alto y sublime a Jesús «el Siervo del Señor», y en 57:15 dice:
“… el Alto y Sublime, el que habita la eternidad y cuyo nombre es el Santo: “Yo habito en la altura y la santidad, pero habito también con el quebrantado y humilde de espíritu, para reavivar el espíritu de los humildes y para vivificar el corazón de los quebrantados.”
Así que se entiende que el que se sienta en el trono es Jesús, que descendió a este mundo para habitar y dar salvación a los perdidos. Esta doble habitación de Dios en el más alto lugar de autoridad, poder y santidad, rodeado de seres llameantes, pero que al mismo tiempo se goza en nacer en un establo maloliente, haciéndose siervo de siervos (Flp 2:6-8) para vivir y morir por el más humilde de los hombres, explica porqué el Dios al que nadie vio jamás (Jn 1:18) se hace visible en esta teofanía para el profeta Isaías. El primer motivo es porque Él es amor (1Jn 4:8).
La consecuencia inmediata de este amor es que ponga su persona y su casa como ejemplos vivientes de la misión salvífica, anhelando que el profeta y su pueblo lo imiten. Esto indica, que para Dios, el amor por sus criaturas y su salvación es la misión prioritaria de su trono.
Los milagros no son un espectáculo
Antes de nada, hay que tener muy en cuenta que ninguna visión, ni ningún milagro del Antiguo Testamento (AT) ni del Nuevo Testamento (NT) se hizo nunca para el mero asombro de los espectadores. Tampoco como una exhibición del portentoso poder divino. Se hizo siempre buscando dar una profunda lección espiritual de salvación. Cuando el mero espectáculo fue el único motivo argumentado para que Jesús hiciese un milagro, este no ocurrió (Mt 12:39; Lc 23:8).
Entonces la pregunta es: ¿qué lección de salvación le reveló Dios a Isaías, mostrándole su trono rodeado por mensajeros de fuego que respondían a sus órdenes a la velocidad de la luz?
Dios, nuestro ejemplo
En segundo lugar, Dios nunca nos pide nada que él no haya realizado antes. Nos exige santidad, porque Él es Santo (Lv 11:44); le amamos, porque Él nos amó primero (1Jn 4:19); nos pide que no pequemos, porque Él fue obediente hasta la muerte (Flp 2:8); perdonamos, porque Él nos perdonó (Col 3:13); resucitaremos, porque Él resucitó primero (Col 1:18); entraremos a la nueva Jerusalén, porque Él ya está allí preparándonos lugar (Jn 14:3); debemos crear un grupo pequeño para predicar el evangelio, porque Él buscó a un grupo de doce discípulos para enviarlos a predicar (Mc 3:14). Dios le dice al Profeta Isaías que su casa es una casa de oración para todos los pueblos de la tierra (Is 56:7). Así que cuando Dios me pide que en mi casa forme un grupo de oración enfocado en la misión, Él ya ha hecho esto en su casa.
Por lo tanto la pregunta es obvia: ¿vio Isaías en esta visión de la morada celestial de Dios, una casa habilitada para llevar la misión salvífica a los cuatro puntos cardinales de la tierra, tal como Jesús les pidió años después a sus discípulos (Mt 24:14)?
“Y será predicado este evangelio del Reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones, y entonces vendrá el fin”.
La gloria de Dios ilumina toda la tierra
El profeta describe así lo que Dios le mostró de su casa:
El año en que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el Templo. Por encima de él había serafines. Cada uno tenía seis alas: con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces diciendo: “¡Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos! ¡Toda la tierra está llena de su gloria!” (Is 6:1-3).
Llama la atención que el profeta feche esta visión con la muerte del rey Uzías. Un monarca que había reinado sobre Judá 52 años. Desde los dieciséis años que comenzó su reinado había hecho lo recto ante los ojos de Dios, y fue muy bendecido, hasta que el orgullo fue llenando su corazón y consideró que él podía hacer lo que hacían los sacerdotes ofreciendo incienso ante el Señor. La consecuencia fue inmediata, la lepra brotó en su frente, y murió de esta enfermedad. El sacerdote Azarías le recriminó su actitud diciéndole: “has pecado, y tú no tienes derecho a la gloria que viene de Yahvé Dios” (2 Cr 26:18). ¡Retengamos estas palabras!
El orgullo espiritual
El grave pecado de Uzías fue el orgullo espiritual. Este pecado le privó de la gloria que viene de Dios, y murió leproso apartado de todos. Pero en cuanto murió el rey Uzías, el profeta Isaías vio a Dios en toda su gloria. Quedó extasiado ante su trono, rodeado de serafines que clamaban “¡Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos! ¡Toda la tierra está llena de su gloria!“.
¿Podríamos leer en esa extraña datación del profeta para esta visión, que solo cuando muera el orgullo espiritual (Uzías) podremos ver la gloria que viene de Dios? ¿Pero qué es esta gloria que viene de Dios y que debe llenar a toda la tierra? El apóstol Juan nos contesta en el Apocalipsis:
“Después de esto vi otro ángel que descendía del cielo con gran poder, y la tierra fue alumbrada con su gloria” (Ap 18:1).
Este ángel desciende del cielo poco antes de que se cierre el tiempo de gracia. Es muy poderoso, y va a alcanzar los confines de la tierra con su propia gloria (do,xhj auvtou/,), literalmente “la gloria de él”. Ningún ángel, solo Dios puede iluminar a la tierra con su propia gloria. El apóstol Pablo en la epístola a los Hebreos dice que Jesús “es el resplandor de su gloria, la imagen misma de su sustancia” (1:3). Y en su segunda epístola a los Corintios dice que el ministerio del Espíritu Santo –que presenta la justificación por la fe traída por Cristo– viene con una gloria muy abundante (2Co 3:8-11). Y más adelante añade:
“Por tanto, nosotros todos, mirando con el rostro descubierto y reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en su misma imagen, por la acción del Espíritu del Señor” (2 Co 3:18).
Espíritu Santo y Pentecostés
Este ángel poderoso que va a iluminar a toda la tierra con su gloria no es otro que el Espíritu Santo, en el gran Pentecostés final que se promete en toda la Biblia al pueblo de Dios, como la lluvia tardía (Os 6:3; Jl 2:23; Za 10:1; St 5:7). Solo este poder del cielo hará posible que el evangelio eterno de la justificación por la fe en Cristo Jesús alcance a toda la tierra.
Pero si la predicación del evangelio a todas las naciones de la tierra es la gran señal que desencadenará el fin, ¿por qué ese ángel no ha descendido ya? ¿Qué lo retiene? ¿Será que tenemos el orgullo espiritual de Uzías, y nos está privando de la gloria que viene de Dios? Sigamos analizando la visión del trono.
Cuatro querubines rodean el trono
Aunque Isaías no define el número de serafines (seres ardientes) que rodean el trono de Dios, el profeta Ezequiel que tuvo la misma visión vio cuatro querubines o seres vivientes cuyo aspecto era como antorchas encendidas que se movían como relámpagos según el Espíritu les indicaba (Ez 1: 5,13,20). Ambas visiones son idénticas, solo que cada profeta enfatiza determinados aspectos que llaman su atención; o Dios le inspira a cada uno a resaltar determinados detalles que ayudarán a remarcar la lección que Él quiere dar. Isaías dice que tenían seis alas, y el apóstol Juan que también vio el trono de Dios confirma también este aspecto (Ap 4:8). Además, tanto Isaías como Juan dicen que proclamaban constantemente la santidad de Dios.
Tantas coincidencias en la descripción de estos tres profetas indican que hay cuatro querubines rodeando el trono de Dios, que se apresuran a hacer su voluntad dirigidos por el Espíritu Santo.
Querubines con cuatro caras
Esta misma escena había sido representada muchos años antes por cuatro sacerdotes que llevaban sobre sus hombros el Arca de la Alianza (símbolo del trono), dondequiera Dios les indicara que fueran (Jos 4:16). Una imagen se ampliaba en el campamento de Israel, distribuido en cuatro grupos de tres tribus (4 x 3 = 12) en torno al Tabernáculo. Cada grupo de tres tribus se situaba “junto a su bandera, bajo las enseñas de las casas de sus padres” (Nm 2:2). “Al frente, hacia el este: la bandera del campamento de Judá” (Nm 2:3); “la bandera del campamento de Rubén estará al sur” (v.10); “al occidente, la bandera del campamento de Efraín” (v.18); “la bandera del campamento de Dan estará al norte” (v.25). Cada una de estas cuatro banderas, según la tradición judía, tenía una figura bordada que representaban conceptos transmitidos por Jacob a sus hijos antes de morir (Génesis 49).[1]
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ESTE
La tribu de Judá, líder de las tres tribus situadas al oriente –en la puerta del Tabernáculo–, llevaba un león como insignia, porque Jacob había comparado a esta tribu con dicho animal (Gn 49:9). Apocalipsis 5:5 identifica a Jesús como el “León de la tribu de Judá, la raíz de David, que ha vencido”. Jesús también dijo “Yo soy la puerta: el que por mí entre será salvo” (Jn 10:9).
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SUR
El emblema de la tribu de Rubén era la figura de un hombre con una planta de mandrágora. Inspirada en el texto de Génesis 30:14, donde Raquel cambió a Lea una noche con Jacob, a cambio de una planta de mandrágora (planta afrodisíaca) que había encontrado Rubén. Acampaban al sur, en el lado del candelabro; mueble que representa a la iglesia (Ap 1:20); Jesús es el Hijo del hombre, que vino a este mundo para redimir a su pueblo (Jn 3:16), y que aparece caminando entre los siete candelabros de oro, cuidando a su iglesia hasta el fin del mundo (Ap 1:13)
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OESTE
El emblema de la tribu de Efraín, al occidente, –en el lado del lugar Santísimo–, era la de un toro, porque en Deuteronomio 33:17 se compara a José, padre de Efraín y Manasés, con este animal. Representaba a los sacerdotes (Ex 29:1; Lv 4:3), y la misión sacerdotal del pueblo de Dios ante el mundo (1Re 7:25). Un recordatorio constante del sumo sacerdocio de Cristo, que intercede constantemente por nosotros ante el trono de la gracia, y que desde 1844 entró al Lugar Santísimo para el juicio preadvenimiento (Dn 8:14; Hb 9:7).
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NORTE
La insignia de Dan y de las tres tribus situadas al norte, en el lado de la mesa de los panes, es la serpiente (Gn 49: 17) o el águila. Aquí existe contradicción en la tradición judía, unos se decantan por el primer símbolo y otros por el segundo. Pero podrían ser los dos, como la bandera mexicana. Jesús le dijo a Nicodemo que él estaba representado por la serpiente de bronce que Moisés levantó en el desierto (Jn 3:14).
Una figura que tipificaba como el cargaría con nuestros pecados en la cruz (Hb 12:2), para sentarse después a la diestra del trono de Dios (Mesa de los panes). Convirtiéndose en el León de la tribu de Judá. Pero también en la gran águila que le daría protección a la mujer-iglesia “para que volara de delante de la serpiente al desierto” (Ap 12:14) durante los 1260 años de persecución papal o Rey del norte en Dn 11.
Un mensaje cristocéntrico
Estos cuatro estandartes de Israel, con sus emblemas, transmitían a los cuatro puntos cardinales de la tierra un mensaje cristocéntrico. La única misión de este pueblo debía ser proclamar al mundo que el Rey de reyes y Señor de señores (león) era la única puerta a la salvación. Debían explicar que el Mesías se haría hombre para dar su vida en rescate por su pueblo, cargando sobre si todos sus pecados. Convirtiéndose así en nuestro gran Sumo sacerdote celestial (toro), que se sentaría a la diestra de Dios en el Santuario celestial, intercediendo siempre por nosotros ante el trono de la gracia, y entrando en 1844 al Lugar Santísimo para realizar el gran juicio investigador preadvenimiento. Protegiendo a su pueblo (águila) de sus grandes enemigos, que como Babilonia, Medo Persia, Grecia y Roma pagana y papal, siempre vendrían del norte (Jr 1:15).
Dios es el verdadero rey de norte, porque su trono está situado en “el monte Sión, a los lados del norte! ¡La ciudad del gran Rey!” (Slm 48:2). Pero Satanás siempre ha buscado usurpar ese trono, por eso sus emisarios vienen del norte. Es por lo que el profeta Ezequiel, esclavo de Babilonia, ve el trono de Dios en movimiento viniendo desde el norte, con cuatro seres vivientes y ruedas por debajo de él (Ez 1:4-6). Cada uno tenía cuatro caras que miraban hacia los cuatro puntos cardinales. No se giraban, mientras se movían en cualquier dirección, manteniendo siempre la misma orientación (v. 9). Con la cara de hombre de los cuatro mirando al sur, la cara de león a la derecha mirando al oeste, la cara de buey a la izquierda, mirando al este, y la cara de águila mirando al norte.
La misma configuración de los estandartes de Israel
¡Es la misma configuración de los estandartes de Israel, con el Santuario y su trono en el centro del campamento! Estos cuatro querubines de cuatro caras que rodean el trono de Dios serían una teofanía de todo el pueblo de Dios y su misión en torno al trono celestial. Así como los sacerdotes llevaban sobre sí el trono divino (Arca del Testimonio), moviéndose hacia donde Dios les indicaba, él quiere que su pueblo, –dirigido por su Espíritu–, de testimonio del plan de salvación centrado en Cristo a los cuatro ángulos de la tierra.
Este es el motivo por el que Dios situó tres tribus en cada punto cardinal en torno a su santuario. Como ya se ha explicado en un artículo anterior,[2] en la Biblia el tres representa el evangelio, y el cuatro la totalidad de la tierra. Dios necesita alcanzar con el evangelio eterno a todas las naciones de la tierra (3 x 4 = 12). Por esto Israel eran doce tribus, y Jesús escogió doce apóstoles.
Manos humanas y pezuñas de becerro
El profeta Ezequiel, añade un detalle sobre estos cuatro portentosos seres vivientes que rodean el trono: “la planta de sus pies como pezuñas de becerro centelleaban a manera de bronce muy bruñido” (Ez 1:7) y debajo de sus seis alas tenían “manos humanas” (v.8). Después de ver que todas las visiones del trono han sido preparadas por Dios para mostrarnos que toda su casa está completamente inmersa en la misión de salvar al mundo, y que lo mismo espera de su pueblo de todos los tiempos, cada detalle de esta teofanía seguirá sumando datos en el mismo sentido.
Estos cuatro seres, con cuatro caras, tienen seis alas y manos humanas, que indica que una obra (número 6) urgente o rápida (alas) tiene que realizarse por seres humanos (manos) en toda la tierra (número 4). Dentro de este contexto el profeta Isaías proclama:
¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas, del que anuncia la paz, del que trae nuevas del bien, del que publica salvación, del que dice a Sión: “¡Tu Dios reina!“! (52:7).
Pero cuando Ezequiel ve los pies de estos seres son “como pezuñas de becerro de bronce muy bruñido.” Solo hay en toda la Biblia otro lugar con pezuñas de becerro de este metal, y es en el mar de bronce del templo de Salomón (1Re 7:23-26).
“Descansaba sobre doce bueyes, tres miraban al norte, tres miraban al occidente, tres miraban al sur, y tres miraban al oriente. Sobre ellos se apoyaba el mar, y estaban sus patas traseras hacia la parte de adentro” (v. 25).
Doce bueyes
Estos doce toros mantienen la misma configuración que el campamento de Israel (3×4=12). Pero el mar de bronce que sostienen sobre sus lomos era para uso exclusivo de los sacerdotes (Ex 30:18-21). Como ya hemos mencionado, los bueyes representan a los sacerdotes, y solo la tribu de Leví era la tribu sacerdotal. Pero aquí se está representando a cada tribu con un buey.
Esta aparente contradicción se aclara con un sencillo texto que muestra cual era el propósito original de Dios para todo Israel: “vosotros me seréis un reino de sacerdotes y gente santa” (Ex 19:6). Todas las tribus debían estar involucradas en la misión como sacerdotes de Dios ante el mundo. Pero algo truncó este proyecto. En la gran apostasía en torno al becerro de oro, solo permaneció fiel la tribu de Levi, y Dios los puso temporalmente como modelos, para que el resto del pueblo pudiese un día vivir y testificar como ellos.
Hoy la situación no ha cambiado. Tenemos la misma misión que tenía Israel. El apóstol Pedro le dice a la iglesia “vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pe 2:9). Pero de nuevo una gran apostasía arrastró a la mayoría del cristianismo por 1260 años (Dn 7:25; Ap 12:6). No obstante, en todo ese tiempo, Dios siempre tuvo un remanente fiel, que al igual que la tribu de Leví, dio testimonio de la verdad al mundo. Hoy la iglesia Adventista debe ser ese remanente fiel, ese real sacerdocio y nación santa, que anuncie al mundo las virtudes de Cristo, que nos llamó (a cada uno) de las tinieblas a su luz admirable.
Manos humanas
Los querubines tenían “manos humanas” bajo sus seis alas, porque Dios ha puesto esta misión en tus manos y en las mías. Desde el momento que aceptamos a Cristo como nuestro Salvador personal en las aguas del bautismo, se nos reviste de lino blanco, que representan las obras perfectas de Cristo (Ap 19:8). Pero a la vez, esas vestiduras nos transforman en sacerdotes, con “pezuñas de becerro de bronce bruñido”; es decir, con la única misión de “ir por todo el mundo y predicar el evangelio a toda criatura”, siempre dirigidos por el Espíritu Santo (Mc 16:15).
¿A quién enviaré?
Cuando el profeta Isaías ve a Dios en su trono siente que va a morir, porque como hombre pecador ha visto a Dios. Pero uno de los querubines limpia su pecado tocando sus labios con un carbón encendido del altar (Is 6:5-7). En este acto se resume toda la salvación que Cristo ofrece a la humanidad. Solo después de haber experimentado el perdón de sus pecados, por pura gracia, Isaías escucha a Dios preguntar “¿a quién enviaré y quién irá por nosotros?” (v.8).
Esta pregunta demuestra, que toda la escena del trono ha sido preparada para llamar al profeta a la misión de predicar la salvación ofrecida por Dios, y que él ha experimentado en su propia persona. ¡Ha pasado de muerte a vida! ¡La consecuencia innata de esta experiencia de salvación, debería ser el deseo vehemente y urgente de contar a otros la gracia que Dios da! Por eso Isaías responde: “Heme aquí, envíame a mí”.
Después de salir de las aguas del bautismo, Dios nos ha hecho a todos la misma pregunta que al profeta Isaías. ¿Hemos contestado nosotros “heme aquí, envíame a mí”?
Los tres ángeles y el cuarto
En 1843 un remanente aceptó este llamado de Dios y comenzó a predicar con poder el mensaje que el cielo les dio. Este mensaje que comenzó entonces debe continuar hasta la segunda venida de Jesús. Porque cuando el profeta Isaías le preguntó a Dios hasta cuándo tendría que predicar, se le contestó: “hasta que las ciudades estén asoladas y sin morador, no haya hombre en las casas, y la tierra esté hecha un desierto” (Is 6:11).
Este mensaje final está representado por tres ángeles que vuelan por lo alto del cielo (Ap 14:6-12). El que sean tres, ya indica que su misión es llevar “el evangelio eterno para predicarlo a los habitantes de la tierra, a toda nación, tribu, lengua y pueblo” (v.6). Sabemos que estos mensajeros celestiales representan a seres humanos redimidos que vienen del trono de Dios, porque el apóstol Pablo dice en Efesios 2:4-6:
“Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos). Juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar [trono] en los lugares celestiales con Cristo Jesús”.
Nueva vida en Cristo
¡Esta es la misma experiencia del profeta Isaías! Todos estábamos muertos en nuestros pecados, pero el día de nuestro bautismo, por gracia, nos dio vida y nos hizo sentar (pasado) en su trono con Cristo. Luego nos preguntó “¿a quién enviaré y quién irá por nosotros…?”
No sé qué habrás contestado tú, pero desde que comenzó a predicarse este mensaje han pasado ya casi dos siglos, y todavía no hemos alcanzado “a toda nación, tribu, lengua y pueblo”. ¿Por qué?
Porque para alcanzar los cuatro puntos cardinales, y llenar toda la tierra con la gloria de Dios, los tres ángeles ¡tienen que ser cuatro! ¡Como los querubines que rodean el trono de Dios! A los tres ángeles les falta un cuarto ángel. Éste le dará poder al mensaje del tercer ángel para alcanzar los cuatro puntos cardinales de la tierra.
“Después de esto vi otro ángel que descendía del cielo con gran poder, y la tierra fue alumbrada con su gloria” (Ap 18:1).
¿Cuántos estamos clamando para que este cuarto ángel venga ya? ¿O quizás no lo estamos pidiendo porque tenemos el mismo problema que el rey Uzías?
Conclusión
Sí, al igual que Uzías comenzamos muy bien nuestra andadura con Dios. Hemos dado el fuerte pregón del primero y segundo ángel, pero nos hemos enfriado. Hemos perdido el fuego del primer amor y la tibieza invade nuestras filas (Ap 3:16). Somos un pueblo remanente orgulloso, saciado de doctrinas, empachado de instituciones, y lleno de formalismo, pero sin vivencia; porque la mayoría mantenemos a Cristo fuera de nuestras vidas, en la puerta. El orgullo espiritual de Uzías nos ha contagiado, porque aunque decimos “soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad” (v.17); Dios nos ve infelices, miserables, pobres, ciegos y desnudos (v.17). Estamos en la misma situación que nuestros primeros padres, cuando huían de Dios en el Edén después de haber pecado.
Pero a pesar de todo Dios sigue amándonos (v. 19). Es el mismo Dios de Isaías, que a pesar de estar “sentado sobre un trono alto y sublime, sus faldas llenaban el Templo”. El borde de estas faldas de lino blanco están tipificadas por la valla de lino que rodeaba el atrio del Santuario; una autentica embajada del cielo en la tierra, figura y sombra de Cristo. Dios anhela, que como un niño que tiene miedo y corre a refugiarse debajo de las faldas de la mamá aferrándose a sus piernas, así acudamos nosotros a refugiarnos debajo de su manto (Mt 23:37). Y deberíamos hacerlo rápido, porque Satanás está muy furioso, sabiendo que le queda poco tiempo (Ap 12:12).
El remanente
Cristo llama a este remanente orgulloso que no quiere refugiarse bajos sus faldas, a venderlo todo para comprar el oro de su perfecto carácter. Suplica a esos hijos que prefieren sus trapos inmundos llenos de legalismo, a revestirse de la vivencia de la justificación por la fe. A esa iglesia que no cree necesitar el colirio del Espíritu Santo le implora con gemidos indecibles que se dé cuenta su auténtica condición.
A todos Jesús nos dice: “Yo corrijo y disciplino a todos los que amo” (Ap 3:19). Tristemente, la historia de Israel nos muestra, que solo cuando perdían sus riquezas y los enemigos caían sobre ellos, solo entonces clamaban a Dios y se volvían a él. ¡Pues exactamente esto es lo que va a ocurrir! ¡De hecho, ya ha empezado! ¿Pero por qué somos tan duros de corazón y queremos pasar por tantas pruebas? Porque no contestamos a Dios ya, y le decimos “heme aquí, envíame a mí”.
En cuanto decidamos esto de corazón y abramos cada día la puerta a Jesús, entonces el cuarto ángel descenderá, y Dios ordenará “que a los afligidos de Sión se les dé esplendor en lugar de ceniza, aceite de gozo en lugar de luto, manto de alegría en lugar del espíritu angustiado. Serán llamados “Árboles de justicia”, “Plantío de Jehová”, para gloria suya.” (Is 61:3).
¿A quien enviaré? -pregunta el Señor-.
Autor: Sergio Martorell, secretario general de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en España.
Imagen: Photo by Ben White on Unsplash
NOTAS:
[1] A. COFFMAN, La Torá con Rashi / Números, (México 2003) 15.
[2] Ver artículo de este mismo autor: Los números de Dios en mis manos.