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Herodes. Político camaleónico y constructor megalómano

Herodes, el Grande, fue un personaje complejo. Leal a Roma, a veces. Gestor de éxito, casi siempre. Violento, constantemente. En los Evangelios representa el epítome del malvado con el sacrificio de los infantes. Y hasta el mismo Augusto pensaba que no era lo mejor ser familia suya.[1] Se le podría sintetizar con dos adjetivos. Uno hace a su función política: camaleónico. El otro a su pasión por la edificación: megalómano.

Político camaleónico

¿Cómo es posible que un idumeo llegara a ser rey de Palestina? Y no solo eso, sino, ¿cómo se mantuvo en el poder durante treinta y siete años? Dos preguntas que nos permiten entrever el carácter adaptativo de su política. Pasa de cortesano a un rey joven y concluye en un monarca maduro. El éxito de un rey en el mundo antiguo se medía por tres características: a) tener un reinado largo, b) que su reinado fuera relativamente pacífico y con una muerte por causas naturales, y c) que sus hijos heredasen el reino. Él cumple los tres requisitos y, posiblemente, fuera el mejor rey en Israel desde Salomón (quizá solo compita en el ranquin con Jeroboam II).

  1. Un cortesano. Herodes creció en la corte real como heredero de la influencia de su abuelo Antipas y su padre Antípatro. A los 25 años, es nombrado gobernador de Galilea, donde reprime con gran éxito el bandidaje que estaba establecido desde hacía tiempo. Estas acciones le dieron fama (y también algunos problemas políticos con sus rivales) y le colocaron en una posición de influencia en el período de Hircano II.
  2. Un rey joven. El buen trato y hospitalidad que Herodes dio a Marco Antonio se concretó en el apoyo de este último para que fuera rey. Herodes era hábil en los tres ejes de una buena relación política de aquel momento: diplomacia, amistad (amicitia) y dependencia. Era lo que se denominaba un «rey cliente». Apoyó económica y militarmente a Antonio, mostrando así su lealtad. En su honor construyó la fortaleza Antonia, desde la que se controlaba toda Jerusalén. En este período ya comienza a manifestar una de las cualidades que le mantendría estable y que recuerda mucho a los políticos actuales: la autopromoción. Sabía venderse adecuadamente ante el poderoso del momento.
  3. Un monarca maduro. Como rey experimentado presenta dos características bien delimitadas: a) sigue el modelo de un rey helenístico y b) se abroga las características de un rey de dinastía davídica. Como rey helenístico adopta los principios propios de los seleúcidas: a) ser un gobernante virtuoso, b) un buen legislador, c) acumular tal riqueza que le aporte majestad, d) ser protector y defensor de sus súbditos y e) comportarse piadosamente con los dioses (¿era su judaísmo solo una impostura?). Como «descendiente» de la dinastía davídico y segundo Salomón, intenta congraciarse con el mundo sacerdotal y reconstruye el templo. Y así pasa de ser un rey cliente de Augusto a ser el rey de los judíos.

Se puede afirmar que Herodes supo contextualizarse a las diferentes situaciones de tal manera que se mantuvo en el poder, aportando economía estable, discurso religioso acorde con las expectativas judías y sometiendo por cualquier medio, sin temer a la violencia, a los que le eran adversos.

Constructor megalómano

A Herodes le fascinaba construir. Construir al estilo asmoneo, helenístico y romano. Construir por razones prácticas, de lealtad a sus superiores o, en la mayoría de los casos, por autopromoción. Construir a lo grande.

En la rehabilitación de las fortalezas asmoneas destaca Masada, donde erige palacios y la hace más inexpugnable de lo que ya era, aunque sin perder los lujos romanos (baños por todas partes). La construcción de Cesarea Marítima manifestó su lealtad a Augusto y su anhelo de incrementar las vías comerciales con Roma. En Herodión, su mayor villa/palacio y tumba, expresó la grandeza propia de los reyes helenísticos. Al estilo de los emperadores, puso su nombre a una obra de pomposidad.

Sin embargo, la mayor construcción urbanística fue el nuevo templo de Jerusalén. Era una edificación espectacular, como indica Tomás García-Huidobro:

Durante gran parte de este período el templo de Jerusalén, aunque impresionante, no destacaba especialmente en relación con otros centros espirituales de la época. Esto cambió, sin embargo, hacia el 19 a.C., cuando, bajo el dominio romano, Herodes el Grande comenzó una gran restauración del templo que lo convertiría en uno de los edificios más impresionantes del mundo antiguo. Se contrataron más de diez mil obreros especializados, se procuraron mil carros para el traslado de piedras, y se instruyó a mil sacerdotes para que pudieran trabajar en los lugares a los que solo ellos tenían acceso (Antigüedades de los judíos, XV, 11, 2).

Más adelante la gente contaría que, mientras se construía el templo, Dios había dispuesto, para no retrasar los trabajos, que nunca lloviese de día. De hecho, decían, solo llovía de noche y, la ampliación y embellecimiento del Templo se realizaron con prontitud (Antigüedades, XVI, 11, 7). Sin lugar a dudas, ya en el primer siglo de nuestra era el templo de Jerusalén era motivo de orgullo para la mayoría de los judíos, tanto en Judea como en la diáspora.[2]

El resultado fue un edificio que era significativo para cada una de las culturas de la época por su arquitectura. A un judío le parecía judía, y romana, a un romano, y a un judío helenizado helenística. Esa identificación con diferentes cosmovisiones incremento las peregrinaciones y la visita de turistas que podían llegar hasta el soreg (primera parte del atrio). En cierta medida, estaba haciendo más inclusivo el uso del templo de Jerusalén.

Allí, bajo la atenta mirada de los romanos desde la fortaleza Antonia, se realizaban los actos más importantes de la religión judía del primer siglo. Millares llegaban desde los lugares más recónditos para celebrar la Pascua o el Día de las Expiaciones. Allí se realizaban los sacrificios diarios y se intercambiaban divisas para las diferentes ofrendas. Allí se dirimían los asuntos más peliagudos y se guardaban las riquezas de los más potentados. Allí, Herodes, se sentía más judío y rey.

El orgullo de los judíos y, especialmente, de los jerosolimitanos con tal construcción llegó al extremo de emplear el eufemismo «templo» en lugar de decir «Dios». El templo y Dios eran uno. Al igual que en la visión de Jacob en Betel, el «lugar» se confundía con Dios mismo (Génesis 28:10-12. 16-19).

Tras la muerte de Herodes, el Grande, un adolescente especial se pierde de los romeros para hablar sobre la Palabra con los doctores de la ley en el templo. Años después, como joven rabán, se enfrenta a cambistas y usureros en un templo corrompido por la avaricia. Y libera a la prostituta de sus pecados. E instruye a sabios y humildes. Y, un día, entra en Jerusalén hacia el lugar santo, montado en un pollino y rodeado de multitudes. Para ese joven maestro, que enseñaba a relacionarse con Dios “en espíritu y verdad” (Juan 4:23), ese lugar dejó de ser especial cuando se entregó en la cruz. La ilustración daba lugar a la realidad. Sus seguidores, los cristianos, se liberaron del espacio pomposo y estático para abrazar el Espíritu que destila autenticidad y dinamismo. Dice de ellos Francisco Varo:

El universo entero se hace lugar de encuentro entre los hombres y Dios. La defensa de esta nueva percepción de la realidad, con un discurso fuerte en tonos irónicos hacia el templo oficial, desencadenó la condena a muerte del primer mártir cristiano, San Esteban: «Sin embargo, —concluía su largo discurso ante el Sanedrín—, el Altísimo no habita en casas construidas por manos de hombre, como dice el profeta: “Mi trono es el cielo, y la tierra el escabel de mis pies. ¿Qué casa me edificaréis a Mí?, dice el Señor, ¿o cuál será el sitio de mi descanso? ¿No ha hecho mi mano todas estas cosas? (Hechos 7:48-50)”». [3]

Es momento de paralelos entre Herodes, el Grande, y Jesús, el Cristo. No coincidieron personalmente, pero sí que reflejan contrastes a considerar. Herodes construye edificios pomposamente, Jesús construye vidas desde lo cotidiano. Herodes edifica un templo, Jesús es el templo vivo. El instrumento de Herodes fue la violencia; el de Jesús, el amor. Herodes se adaptaba a los intereses personales del momento, Jesús se mantiene fiel a su misión de redención y generosidad. Herodes pretende ser un descendiente de la dinastía davídica; Jesús es el Hijo del hombre, el mesías esperado. Herodes anhela que se le llame «rey de los judíos»; a Jesús, los mismos romanos le llaman así. Herodes entra en Jerusalén con el poder de Roma, Jesús con un séquito de liberados de la enfermedad y el pecado. Herodes erige una tumba para la memoria que fue olvidada por siglos, Jesús resucita de una tumba para la memoria recordada durante siglos. Herodes muere en paz, Jesús muere por la paz del universo. El camaleón frente al León de Judá, el megalómano frente al Salvador.

Autor: Víctor Armenteros, decano de la Facultad Adventista de Teología (FAT) de España. 

Referencias: 

[1] John J. Collins, «Foreword», en The Many Faces of Herod the Great (Grand Rapids, MI; Cambridge, U.K.: William B. Eerdmans Publishing Company, 2015), xiii. Esta monografía que aborda de manera novedosa la figura de Herodes sirve de base para este artículo.
[2] Tomás García-Huidobro, Las experiencias religiosas y el templo de Jerusalén (Estella, Navarra: Verbo Divino, 2015), 18-19.
[3] Francisco Varo. “El espacio sagrado en la Torah” en Revisiones: revista de crítica cultural, 02 (2006): 12.
Revista Adventista de España