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Óscar quiere unas zapatillas de deporte nuevas muy caras, de la marca que lleva su amigo Mario. Y Laura quisiera ir a un campamento de esquí con su amiga Silvia. El padre de ambos lleva ya mucho tiempo cobrando el paro, y sabe perfectamente que si accede a las demandas de sus hijos no podrán llegar a final de mes o tendrán que pedir otro préstamo a sus suegros. Sin embargo la madre dice que los niños no tienen culpa de nada y que es una injusticia que sufran de una crisis que no va con ellos. ¿Cómo reaccionas tú ante situaciones similares? ¿Qué dices a tus hijos para que entiendan que ellos también tienen que asumir su parte para ayudar a la familia a hacer frente a la crisis?

Mucho de lo que aprendemos de niños lo adquirimos por imitación de lo que vemos en nuestro entorno. Eso significa que los padres estamos educando siempre, tengamos conciencia de ello o no: en casa, de vacaciones, en tiempo favorable y en tiempos de crisis. Aunque no nos demos cuenta, nuestros hijos ven y oyen, con más lucidez de lo que a veces quisiéramos, lo que les decimos a ellos y lo que nosotros hacemos.

Como educadores queremos que nuestros hijos asuman ciertos valores que a nosotros nos parecen importantes para su vida; pero no es lo mismo tener unos ideales que ponerlos en práctica. Ese desfase entre lo que profesamos o creemos y lo que hacemos en realidad. Siempre se manifiesta a la larga en nuestra existencia, pero de un modo más claro en tiempos de crisis. Así, por ejemplo, en las encuestas habituales la mayoría de nuestros compatriotas profesan ser razonablemente patriotas, bastante democráticos y muy solidarios. Pero a la hora de redactar su declaración de la renta, muchos no demuestran por ninguna parte ni su patriotismo, ni su talante democrático, ni su solidaridad…

Este mismo desfase es visible en otras esferas del desempeño de nuestras responsabilidades. Las crisis ponen al descubierto cuáles son nuestros verdaderos valores y nuestras prioridades reales. Eso significa que las crisis afectan también a nuestra tarea como educadores. Decimos que queremos lo mejor para nuestros hijos, pero eso no siempre lo demostramos en nuestras vivencias cotidianas. Cuando la economía familiar ya no llega para todo, ¿dónde aplicamos nosotros nuestros recortes presupuestarios?

Para mostrar lo fácil que es sacrificar en tiempos de crisis nuestros principios en aras de nuestra comodidad o de nuestros intereses personales, Jesús contó una parábola muy interesante (Lucas 10:30-35). Un día, va un hombre de viaje por una carretera poco transitada, pero muy peligrosa, y es asaltado por unos ladrones que lo dejan tirado en la cuneta, medio muerto. Para su gran suerte, por allí aciertan a pasar dos hombres muy religiosos, un sacerdote y un levita, plenamente convencidos de profesar la religión verdadera. Pero estos hombres tan religiosos resulta que, por miedo, por prisa o por lo que sea ¡pasan de largo sin atender al herido! Hoy, en un país como el nuestro podrían ser procesados por no asistencia a una persona en peligro…

El texto dice que al poco también acertó a pasar por allí un samaritano. Es decir, un palestino, alguien que, desde el punto de vista judío, se podría etiquetar como un enemigo o un hereje. Hoy diríamos que se trata de un extranjero seguidor de otra religión. Este samaritano no es un socorrista de guardia, es un hombre cualquiera, con sus proyectos personales, que se encuentra de pronto con un herido en su camino. Él también tiene sus prejuicios nacionales y sus convicciones religiosas, pero el relato cuenta que al ver al herido “se le conmovieron las entrañas”, aparcó sus planes y se puso a atender a un extraño que, en circunstancias normales, nunca le hubiera saludado.

La urgencia del caso hace que este viajero no vea en el accidentado a un judío despreciable sino a un ser humano que lo necesita. El samaritano no pasa de largo, sino que hace lo que puede para restañar las heridas del accidentado y sacarlo de allí. Le improvisa un vendaje, lo carga sobre su montura, lo lleva a la posada, paga los gastos y se compromete a ayudar más si hace falta.

Ante una situación de crisis salieron a relucir los puntos flacos del sacerdote y su ayudante, pero también los admirables valores del samaritano. Sin saberlo, este último resultó estar practicando lo que la Biblia define como “la religión verdadera delante de nuestro Dios y Padre,” que es esta: “Asistir a los huérfanos y viudas en sus apuros y guardarse de la contaminación del mundo” (Santiago 1:27), es decir, comprometerse en ayudar a los necesitados y no dejarse llevar por los prejuicios de la mayoría.

Frente a las diferentes formas de religiosidad que existían en aquellos tiempos, el apóstol Santiago describe para sus lectores cristianos la religión auténtica ante Dios, que sigue siendo la misma hoy en día. Se trata de una religión muy sencilla, porque solo tiene dos características básicas:

1. La primera es “visitar” con el propósito de asistir, ayudar o atender en sus infortunios a los pobres, a los marginados e indefensos, de los cuales los huérfanos y las viudas eran los prototipos en aquellos tiempos. Visitar a huérfanos y viudas “en sus tribulaciones” significa atender a los necesitados en sus problemas, apuros y desgracias. La religión que Dios espera de nosotros se distingue de otras por su solidaridad con el necesitado, porque “Dios es padre de huérfanos y defensor de viudas” (Sal 68:5). La religión que Dios aprueba se demuestra en el espíritu de servicio.

2. La segunda característica de la religión verdadera según Dios es guardarse sin mancha del mundo. Eso indica una actitud interior de vigilancia. “Guardarse” significa desmarcarse de un mundo regido por la ambición, la codicia, el dinero, el capital, el interés, el poder, todos ellos valores opuestos al servicio. Guardarse del mal es no dejarse manipular ni utilizar por ningún sistema egoísta basado en la ley del más fuerte.

Así pues, según Santiago, ser religioso es mucho más que aceptar una doctrina o una serie de creencias: consiste en adoptar un estilo de vida y una actitud ante la vida solidarios, vivir una ética personal y social en armonía con la voluntad de Dios.

Supongo que todos los padres creyentes estamos convencidos de que nuestra manera de profesar la religión es la correcta, pero Dios apunta un poco más lejos, un poco más adentro que las doctrinas de un credo. Para él la religión solo es verdadera si transforma nuestra manera de pensar, nuestra manera de vivir, y nuestra manera de ver a los demás, es decir, si se manifiesta en actos de servicio.

En tiempos de dificultades económicas como el presente los necesitados – antiguamente llamados huérfanos y viudas – aumentan. Porque aumentan los arruinados, los desahuciados de su vivienda, los parados, los despedidos, y los desprovistos de sus derechos sanitarios y sociales.

En estos tiempos de crisis un gran número de ciudadanos están siendo penalizados económicamente para compensar el despilfarro, los desmanes y la mala gestión de sus bienes, tanto en el ámbito familiar como en el sector público, a todos los niveles, incluyendo bancos, ayuntamientos, comunidades autónomas y el mismo Estado.

Esta crisis está haciendo que las desigualdades sociales aumenten y proliferen las injusticias. El desempleo pone a miles de familias en situaciones límite, y las clases más modestas estamos perdiendo derechos en educación y sanidad que nos han costado décadas conseguir tras esfuerzos enormes. Educar a nuestros hijos en circunstancias de crisis nos lo pone todo más difícil: ¿dónde recortar? ¿Renunciar a las zapatillas de Óscar o al campamento de Laura? ¿Sacarlos a ambos de la escuela adventista? ¿Suprimir el transporte escolar? ¿Y el comedor? ¿Y las clases de música? Etcétera.

Es importante que, a partir de cierta edad – y los niños son más capaces de comprender la realidad de lo que nos creemos – los hijos conozcan la situación real de la familia y se solidaricen con los padres, para aceptar que ellos también deben renunciar a algo.

Un vecino socarrón me decía: “Después de recibir las últimas facturas de electricidad, les estoy quitando a los niños el miedo a la oscuridad: ahora a lo que le tenemos todos miedo es a la luz”.

Ya sabemos que explicar la crisis no es fácil, pero el fondo del problema, hasta el niño más pequeño puede entenderlo. Yo se lo expliqué a mi nieto así, a los 9 años, y me dijo que lo entendía: “POCOYO, poco tú, poco él, poco nosotros, poco vosotros…mucho ellos.” Todo el mundo entiende que una crisis como esta se resume finalmente en más dinero para los más ricos, y más poder para los más poderosos.

Nuestros hijos son capaces de entender muy bien que nuestros administradores públicos, muchos famosos ya por incompetentes, manirrotos o corruptos, han despilfarrado el dinero bajo su responsabilidad, o se han hecho con todo el que han podido; y que eso exige grandes sacrificios de los trabajadores y de las clases medias, porque para cuadrar los presupuestos de la administración se recortan partidas que se venían dedicando a la educación, a la salud y a otras ventajas sociales.

El desempleo desemboca en salarios cada vez más bajos, pero en beneficios cada vez mayores para los grandes capitales y los grandes accionistas de las grandes multinacionales. Esto implica que, en tiempos de crisis los pobres y las clases medias se hagan cada vez más pobres mientras que los ricos se hacen cada vez más ricos.

Ante esta situación se entiende que muchos tiendan a volverse insolidarios y no se sientan muy dispuestos a ayudar a nadie. Porque, como siempre hay aprovechados que abusan, también existe el riesgo de criminalizar al parado considerándolo sospechoso de holgazanería, y de abandonar a su suerte a los más desfavorecidos.

Educar en tiempos de crisis exige explicaciones sencillas, claras y verdaderas a nuestros hijos, tanto en casa como en el aula o en la iglesia. Cuidado con presentar al triunfador como el ciudadano modelo, y a sus riquezas como “bendiciones divinas”. Las historias de éxito gustan a todos. Pero en tiempos de crisis, este discurso puede ser muy injusto contra muchos, porque refleja una profunda insensibilidad por quienes realmente necesitan ayudas públicas.

Es útil que nuestros hijos, a partir de cierta edad, sepan que, según datos de la ONU, mil millones de personas pasan hambre de manera habitual, y entre 13 y 18 millones mueren anualmente como efecto del hambre y sus consecuencias. En otras palabras, unos 35.000 seres humanos mueren cada día de miseria, o 24 cada minuto, de los cuales 18 son niños menores de cinco años de edad. No hay ninguna catástrofe natural comparable a la de la devastación producida por el hambre. Esto puede ayudar a los niños a la hora de quejarse de la comida, de exigir gastos superfluos, etcétera.1

Conviene explicar a nuestros hijos que la Biblia deplora la mentalidad insolidaria de los explotadores adinerados y que deja claro su deseo de que pronto cese esa situación injusta (leer Santiago 5:1-6). Es bueno que nuestros niños sepan que Dios invita a la solidaridad, tanto en forma de salarios justos (Santiago 5:1-6) como de colectas eventuales para los pobres víctimas de las crisis (Rom 15:26; Hechos 2:4-6).

Cómo nos posicionamos nosotros, como padres cristianos, ante la crisis, va a tener un importante efecto en la educación de nuestros hijos. Si nuestra ética o nuestra “religión” es la que Dios propone, no podemos por menos que sentirnos solidarios con las víctimas y llamados a compartir con otros lo poco o mucho que tengamos.

La última parábola de Jesús (Mateo 25: 31-46) contiene una importante lección. En ella Jesús se describe a sí mismo como el gran pastor de la humanidad volviendo en calidad de Juez Supremo, para separar a los seres humanos en dos grupos como el pastor separa a sus diferentes reses. En esta parábola, Jesús ya no se sitúa en el “érase una vez” de la ficción, sino en el final real de la historia, y nos dice que esta terminará para algunos con un “y vivieron siempre felices”, mientras que, por desgracia, para otros acabará con un punto final.

El gran Maestro promete volver un día a pasar revista a lo que cada ser humano haya hecho en su ausencia. Sin embargo, el centro de su relato no es tanto lo que ocurrirá entonces como lo que ocurre ahora en nuestra vida presente. Este relato sitúa los actos de nuestra vida en la perspectiva de la eternidad. Cada decisión, cada gesto, hasta el más insignificante – como colaborar con un banco de alimentos o negarse a compartir – cobra dimensiones definitivas. Sin embargo a pesar de su solemnidad, el mensaje resulta definitivamente animador, porque es reconfortante saber que a Dios no le es indiferente que un ser humano oprima a otro o que le ayude a vivir, que explote a sus empleados o que comparta sus ganancias con ellos. Por insignificantes que nos parezcan nuestros actos, todos se integran en el proyecto de Dios o se oponen a él. Hay acciones que responden a la religión verdadera según Dios, y otras que le son ajenas. Hay actos que educan y otros que insensibilizan.

Desde su partida hasta su regreso, Jesús ha prometido venir de incógnito a visitarnos, pero en la persona de los que están en crisis: el extranjero rechazado, el pobre sin remedio, el prisionero y el enfermo. Muchos habrían acogido a un Cristo rey, Señor del gran poder, y harían de él el invitado de honor de sus banquetes de beneficencia. Pero ¿cuántos lo acogen en la persona del mendigo, del desahuciado, del emigrante y del hambriento? Como dijo Mahatma Gandhi: «Si no eres capaz de descubrir a Dios en la próxima persona que encuentres, pierdes el tiempo buscando más lejos».

Nuestro Juez se identifica especialmente con los dolientes, los oprimidos y los amenazados; con el pobre vagabundo con quien nos cruzamos cada día, y con el parado avergonzado que no pedirá ayuda jamás.

A través de esta parábola, con cada uno de ellos nos dice:

Cuando yo estaba muriéndome de hambre, muy cerca de vuestra casa, vosotros tirabais comida sobrante a la basura.

Cuando yo agonizaba de sed, vosotros malgastabais y contaminabais el agua.

Cuando yo buscaba asilo, vosotros me blindasteis las puertas de vuestros hogares.

Cuando vuestros armarios estaban repletos de ropa yo tiritaba de frío con los sintecho.

Cuando vosotros disfrutabais de buena salud y de mejores servicios médicos, a mí me negaron el derecho a la asistencia sanitaria.

Cuando la desgracia me arrojó en la cárcel y la soledad doblegó mi espíritu, privándome de dignidad y de esperanza, dijisteis: “Que la justicia cumpla su deber.”

Según esta terrible parábola, en aquel día solemne, el Señor no dirá: “Fui a la iglesia y no os vi”; o “Inspiré libros sagrados y no los leísteis.” A Dios no le importa la religión que profesamos sino la que practicamos. No nos pregunta por las observancias externas de nuestra comunidad eclesial sino por el ejercicio de nuestra humanidad, y anuncia que no va a juzgarnos por lo que hayamos creído sino por la manera en que hayamos tratado a nuestro prójimo. Su juicio final no será un último ajuste de cuentas, sino la constatación irrefutable que revelará de qué lado hemos querido estar cada uno.

Jesús volverá un día, porque quiere tenernos con él eternamente, pero, entretanto viene hasta nosotros cada día, no para pedirnos caridad o una limosna que nos premiará más tarde; eso sería servirnos de los pobres – ¡una vez más! – para comprar nuestra salvación o nuestra tranquilidad de conciencia. Viene para abrirnos los ojos a las necesidades del otro, al valor increíble que puede tener un bocadillo ofrecido a tiempo, una manta donada o una visita al hospital.

Jesús se solidariza con cada necesitado y espera, a su vez, que nosotros hagamos lo mismo y enseñemos a nuestros hijos los verdaderos valores, eso forma parte esencial de nuestra misión como educadores.

Muchos seres humanos no tienen más recursos que los nuestros para sobrevivir en tiempos de crisis, ni más ropa que la nuestra para ponerse, ni más dinero que el nuestro para hacer frente a sus deudas. Sin que ellos se lo hayan buscado están a la merced de nuestra solidaridad o de nuestra indiferencia.

Identificándose con ellos, Jesús pasa cada día de incógnito entre nosotros, por nuestros hogares, nuestras tiendas, fábricas, oficinas, escuelas e iglesias. Conoce los pesares de los que pasan apuros y escucha los sueños hasta de los que ya no son capaces de soñar.

En estos tiempos de crisis la indiferencia abunda porque es lo más fácil. Pero los padres y demás educadores estamos avisados: el juicio final tendrá el trato a nuestros semejantes como elemento básico a examen. O nuestra fe y nuestra caridad nos impulsan a intervenir o se reducen a un vago discurso espiritual que nos adormece en nuestro egoísmo haciéndonos aún más insensibles a la dolorosa realidad.

Porque estos tiempos de crisis son también tiempos privilegiados para la solidaridad, y para la simple humanidad. Ante tantas necesidades, Jesús nos invita a comprometernos nosotros y a iniciar a nuestros hijos en el camino del servicio. A abrir las fronteras de nuestros prejuicios, a derribar los muros de nuestros miedos, y a compartir nuestra esperanza y nuestros recursos con generosidad y alegría.

Dejemos que la solidaridad irrumpa en nuestra conciencia y desborde en nuetros actos. Dejemos que despierte en nosotros y en nuestros hijos impulsos generosos, actos de compasión, signos inequívocos de que el Espíritu de Dios ya está produciendo en nuestros corazones el prodigioso fruto del amor. Porque “Dios ama al dador alegre” (2 Cor 9:7). Cuando la fe obra por amor, es fácil educar en la solidaridad, y ésta encuentra soluciones a problemas que parecen insolubles. Si nos atrevernos a amar hasta ser capaces de compartir, descubriremos asombrados que “hay más satisfacción en dar que en recibir” (Hechos 20:35), aún en tiempos de crisis.

1 El escándalo mayor es constatar que satisfacer todas las necesidades básicas de la población de todos los países pobres del mundo (alimentación, agua potable, infraestructuras sanitarias, salud y educación) costaría solo el 4% de la riqueza conjunta de las 225 fortunas personales más grandes del mundo (Intermon OXFAM, 2012).

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Revista Adventista de España