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Foto: (cc) Wikimedia Commons/Takkk.

El principio milagroso de la multiplicación es divino. Si en términos humanos la multiplicación es una operación matemática, en términos bíblicos la multiplicación es una operación divina. Vamos a mostrar que en la economía del reino de los cielos, el significado de la multiplicación difiere del significado que se le da en la economía de la tierra. ¿En qué consiste esta diferencia? En que Dios multiplica para bendecir a otros, en tanto que el hombre multiplica para sí mismo.

Origen del concepto de multiplicación

Se dice que Pitágoras, un filósofo griego que vivió en el siglo VI antes de Cristo, fue el primer matemático puro de la historia. A él se le atribuye la invención de las tablas de multiplicación que todos aprendemos en la escuela primaria, y por eso, de alguna manera, se asocia su genio matemático con los orígenes de la multiplicación. Sin embargo, antes de Pitágoras, Dios ya era Dios, y al remontarnos a la semana de la creación, lo encontramos dando origen al principio bíblico de la multiplicación.

En efecto, en la semana de la creación, Dios ordenó que todo fuera multiplicado. La orden se cumplió, y efectivamente todo fue multiplicado. ¿Ha sido curioso en preguntarse por qué Dios ordenó que todo fuera multiplicado? ¿Será que lo hizo para beneficio de sí mismo, como tendemos a hacer los seres humanos? ¡No! Dios multiplicó para bendición de todos los seres que poblarían la tierra, es decir, a favor de los demás.

Por ejemplo, cuando usted lee Génesis capítulo uno, encuentra que en el tercer día de la creación Dios hizo la vegetación, que incluye hierba, plantas y árboles de toda especie, la cual debía producir semilla para multiplicarse: «Y dijo Dios: ¡Que haya vegetación sobre la tierra!; que esta produzca hierbas que den semilla, y árboles que den su fruto con semilla, todos según su especie» (Génesis 1:11). Pero toda esta creación vegetal, aún desde la humilde hierba, debían producir semilla para multiplicarse con un claro propósito: que animales y seres humanos tuvieran siempre alimento. Dios dijo: «Yo les doy de la tierra todas las plantas que producen semilla y todos los árboles que dan fruto con semilla; todo esto les servirá de alimento. Y doy la hierba verde como alimento a todas las fieras de la tierra, a todas las aves del cielo y a todos los seres vivientes» (Génesis 1:29, 30).

En realidad, todos sin excepción, debían multiplicarse. Cuando en el quinto día Dios hizo las aves y los peces dijo: «Sean fructíferos y multiplíquense; llenen las aguas de los mares. ¡Que las aves se multipliquen sobre la tierra! (Génesis 1:22). Al día siguiente, el sexto de la creación, Dios hizo a los animales terrestres según su especie, porque también debían multiplicarse: «Que produzca la tierra seres vivientes; animales domésticos, animales salvajes, y reptiles según su especie» (Génesis 1:24). Así que por donde se mire, el relato de la creación está saturado de un principio que es de origen divino: la multiplicación; y la abundancia que resulta por el efecto multiplicador del Dios Creador, es para beneficiar de una u otra manera a todas sus criaturas. ¡Alábenlo! Porque Dios es bueno.

El hombre y la multiplicación

Pero el hombre no podía quedar fuera del efecto multiplicativo de la bendición del Creador. Por eso, después de crearlos, el relato bíblico nos dice que Dios «los bendijo con estas palabras: Sean fructíferos y multiplíquense» (Génesis 1:28). Entiéndase bien lo que acabamos de leer. El texto dice que Dios bendijo al hombre con dos palabras: fructificar y multiplicar; por lo tanto, la capacidad de fructificar, de multiplicar, le ha sido dada al hombre como una bendición de su Creador. Es crítico y vital que este punto quede bien claro en nuestra mente: ¡Dios nos creó con la capacidad de fructificar y multiplicar!

Por otro lado, debemos aclarar, que esta bendición multiplicativa no solo implicaba que el hombre y la mujer podían engendrar hijos, sino que también incluía que fueran fructíferos en la administración de los vastos recursos que Dios recién había creado. La palabra de Dios dice, que él sometió al dominio del hombre todo lo creado, poniéndolo «en el jardín del Edén para que lo cultivara y lo cuidara» (Génesis 2:15). Por eso es que Dios le dio la capacidad de fructificar y multiplicar, pues para que el hombre pudiera cultivar y cuidar aquellos vastos recursos, debía tener capacidad administrativa para hacerlos productivos. Por ejemplo, solo piense en la enorme capacidad que Adán y Eva debían tener para inventariar todos esos recursos. ¡Imagínelo!

Como efecto del pecado, el principio bíblico de la multiplicación fue alterado en el hombre. A esto se debe que tendamos a multiplicar para nosotros mismos, en lugar de hacerlo para beneficiar a otros, como lo hace Dios. El hombre, ha tenido que reaprender los fundamentos de la multiplicación a lo largo de su historia. Por ejemplo, aúnque los babilonios gozan del reconocimiento de haber sido grandes recopiladores de tablas aritméticas, y se les reconoce su mayor gusto por la multiplicación que por la división, su dominio de la ciencia de multiplicar era rudimentario. Los griegos gozan del prestigio de haber hecho de la multiplicación su guía para ordenar su conocimiento matemático. Pitágoras era griego, pero aún así, la multiplicación seguía en pañales.

Si dejamos el viejo continente y nos trasladamos a América, antes de que fuera colonizada por los españoles, es cierto que encontramos que entre los nativos del Perú y otros pueblos había dominio de ciertos conocimientos básicos sobre la multiplicación, pero también eran rudimentarios. En nuestro tiempo, es hasta que vamos a la escuela primaria, entre el segundo y tercer grado, que se nos enseñan los fundamentos de la multiplicación. Esto ocurre alrededor de los ocho años de edad. Ahora bien, todo este desarrollo del conocimiento sobre la multiplicación a lo largo de la historia, y luego el dominio de sus fundamentos en la escuela primaria, es cierto que es básico e importante, pero el principio de aprender a multiplicar como lo hace Dios, que multiplica para hacer crecer su obra redentora y para beneficiar a otros, es mucho más importante y básico, por lo que debe ser aprendido en cualquier etapa de la vida y practicado a lo largo de toda la vida.

El hombre debe saber multiplicar

Cuidar y cultivar los recursos, es administrarlos con eficiencia multiplicativa, fructífera. Dios mismo es fructífero en todo cuanto hace. Su plan para la creación del mundo fue fructífero. Su plan para la salvación del pecador es fructífero, pues cada día se siguen añadiendo a la iglesia los nombres de los que serán salvos. A su hijo Jacob, que es Israel, su pueblo, le garantiza diciendo: «Yo te haré crecer, y te multiplicaré» (Génesis 48:4). Por eso usted y yo somos parte del crecimiento y la multiplicación que da Dios. La capacidad de multiplicar, de hacer fructificar ya nos ha sido dada, pero no estamos solos para lograrlo, pues Dios ha empeñado su palabra de hacernos crecer y multiplicarnos en todas las áreas del desarrollo humano y cristiano.

Cuando Jacob bendice a su hijo José le dice: «Rama fructífera es José, rama fructífera junto a una fuente» (Génesis 49:22). Luego José trasladó esta bendición multiplicativa a su descendencia por medio de su segundo hijo, a quien llamó Efraín, que significa «¡fructífero!». Note, observe, que el ser fructífero sigue siendo una bendición, exactamente de acuerdo a la intención de Dios al bendecir al hombre dándole la capacidad de fructificar y multiplicar cuando lo creó. Jacob colocó sus manos sobre su hijo José para bendecirlo diciéndole: «Rama fructífera es José, rama fructífera junto a una fuente.» ¿Se cumplió esa bendición? ¿Fue fructífero José? ¡La Biblia dice que «el Señor estaba con José y lo hacía prosperar en todo!» (Génesis 39:3).

Pero José quiso asegurarse de trasladarle esta bendición a su hijo. Sabemos lo significativo que eran los nombres en la antigüedad, y José, al buscar un nombre para su hijo, encontró uno en el que iba la semilla de la multiplicación: Efraín, «fructífero». Esa fue la herencia que había recibido de su padre; esa fue la herencia que le legó a su hijo. Es que la consigna de ser fructíferos y multiplicativos, se transmite de generación en generación, desde Adán y hasta nuestros días. Por eso, a los que vivimos en esta generación, se nos ha heredado la capacidad de fructificar y multiplicar que Dios le dio al hombre al crearlo, y esto, con un claro propósito: cuidar y cultivar con efecto multiplicativo todo lo que Dios ha puesto bajo nuestra mayordomía. Usted es Efraín, «fructífero», porque esa es la herencia que le ha legado su padre que está en los cielos. Lo hizo desde los días de la creación.

Conclusión

Jesús, en cuyo nombre Dios redime a su pueblo, nació en una pequeña aldea llamada «Belén Efrata». ¿De dónde viene lo de «Efrata»? Le viene de Efraín, «fructífero», lo cual indica que de su seno, no pudo nacer nada más fructífero que Jesús, el Autor de nuestra salvación. ¿Puede haber algo más fructífero que esto?

Cuando José fue nombrado gobernador de Egipto, bajo la bendición del Dios multiplicador, la Biblia dice que «juntó alimento como quien junta arena del mar, y fue tanto lo que recogió que dejó de contabilizarlo. ¡Ya no había forma de mantener el control!» (Génesis 41:49). ¿Puede usted creerlo? Solo Dios puede multiplicar de tal manera que ya no haya forma de contabilizar tanta abundancia. En otra ocasión, Jesús tuvo que echar mano de su capacidad multiplicativa, para alimentar a una multitud de cinco mil hombres hambrientos, sin contar las mujeres y niños. Estos dos eventos ilustran, que cuando Dios multiplica lo hace de manera geométrica. ¡Hace sobreabundar!

Sí, Dios está empeñado en fructificarnos y multiplicarnos, porque somos parte de la descendencia que él prometió hacer crecer y multiplicar; y ya sabemos que lo que él promete, lo cumple. «Yo te haré crecer, y te multiplicaré», dice el Señor en Génesis 48:4. Que sea nuestra oración: «Señor, sé que me has bendecido con la capacidad de fructificar y multiplicar. Por favor, te ruego que me ayudes a ser como Jacob, como José, como Efraín. Ayúdame a ser fructífero, a ser multiplicador de bendición, para beneficiar a tu iglesia y a los demás.»

Revista Adventista de España