Como hija de padres divorciados, muchas veces sentí el deseo de formar parte de una familia “normal”. ¿Y qué entendía yo por familia normal? Pues, probablemente, lo mismo que muchos de vosotros: una madre, un padre y unos hijos, biológicos, por supuesto. En aquella época era una rareza no tener una familia así, hoy en día ya no.
Cabría preguntarse entonces qué es una familia. ¿Es un grupo de personas unidas por unos lazos de sangre? ¿Individuos que comparten unos cromosomas? ¿Conjunto de seres entre los que se han establecido relaciones de afecto? Sin duda, estas definiciones son parciales y dejan fuera del prototipo muchas otras realidades. Realidades actuales, sí, pero no modernas, pues desde que el mundo es mundo hubo familias que no encajaban en el concepto de “normal”.
En la Biblia podemos encontrar numerosos ejemplos de ello:
• Familias en las que los hermanos provienen de diferentes progenitores.
Como las familias patriarcales, que vivían como un clan integrado no solo por los hijos de varias madres, sino también por las esposas de estos, los nietos, etcétera. Es el caso, entre otros, de la familia de Jacob, quien tuvo dos esposas y dos concubinas con las que engendró un total de doce hijos, patriarcas de las doce tribus de Israel.
Este es un ejemplo de hasta qué punto las rencillas entre parientes pueden llegar demasiado lejos. Conocemos bien la historia de la difícil relación entre José y sus once hermanos, y cómo estos, en un arrebato de celos, lo vendieron como esclavo. A pesar de ello, años más tarde, José los reconoció como hermanos: «Yo soy José, vuestro hermano, a quien vendisteis a Egipto. Pero ahora, por favor no os aflijáis más ni os reprochéis el haberme vendido» (Génesis 45: 4-5). La de José es una historia de reconciliación familiar que enseña la lección más importante para una sana convivencia: el perdón de las ofensas. «Luego José, bañado en lágrimas, besó a todos sus hermanos. Solo entonces se animaron ellos a hablarle» (vers. 15). A pesar de la terrible traición, José veló por su familia desde su posición privilegiada social y económicamente, pues entendió que Dios había convertido esa situación en una bendición para todo su clan.
• Familias compuestas por personas sin vínculo sanguíneo.
Rut y Noemí, dos mujeres unidas por la desgracia pero también por el amor, el respeto, el compañerismo, el deseo de protección la una hacia la otra. Con la sencilla afirmación «Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios será mi Dios», Rut le expresó a su suegra mucho más que eso. Le dijo que deseaba seguir junto a ella porque disfrutaba de su compañía, porque quería aceptar a ese Dios que ella le había mostrado, porque quería cuidar de ella aunque eso supusiera dejar su entorno y alejarse de la posibilidad de volver a casarse y formar un hogar. «Pero Rut respondió: “¡No insistas en que te abandone o en que me separe de ti! Porque iré adonde tú vayas, y viviré donde tú vivas. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios será mi Dios. Moriré donde tú mueras, y allí seré sepultada. ¡Que me castigue el Señor con toda severidad si me separa de ti algo que no sea la muerte!”» (Rut 1: 16-18, NVI).
Esta es también una gran lección para las mujeres que tienen o tendremos nueras algún día, pues seguro que Noemí fue una suegra bondadosa, respetuosa, cariñosa, casi una madre, o mejor. Y Rut la recompensó cuidando de ella más allá de su obligación social. Ellas, que ya no eran ni familia política, dos mujeres solas en un mundo hecho por y para hombres, se unieron más que muchas familias “de sangre”. Y a ellas se unió más tarde Booz.
• Familias monoparentales.
Son varios los ejemplos que podemos citar en los que ya fuera por viudedad, abandono u otra causa, un solo adulto se hacía cargo de la crianza de uno o más niños:
Es el caso de la viuda de Sarepta y su hijo (1 Reyes 17: 12), conocida por servir al profeta Elías lo último que tenían para comer, fue recompensada por Dios que no permitió que pasaran escasez en los tres años de sequía. Esta mujer es citada en el Nuevo Testamento como ejemplo de fe (Lucas 4: 24-26).
Además está la viuda con dos hijos a quien Eliseo ayudó, librándolos de ser vendidos como esclavos, gracias a la multiplicación del aceite que tenían para así poder venderlo y pagar sus deudas (2 Reyes 4: 1-7). Pero también es el caso de muchas otras mujeres que crían solas a sus hijos después de un divorcio. Basta con leer el capítulo 54 de Isaías para ver el cuidado especial de Dios hacia este colectivo. «No temas, porque no serás avergonzada. No te turbes, porque no serás humillada. Olvidarás la vergüenza de tu juventud, y no recordarás más el oprobio de tu viudez. Porque el que te hizo es tu esposo; su nombre es el Señor Todopoderoso. Tu Redentor es el Santo de Israel; ¡Dios de toda la tierra es su nombre! El Señor te llamará como a esposa abandonada; como a mujer angustiada de espíritu, como a esposa que se casó joven tan solo para ser rechazada» (Isaías 54: 4-6). Y sabiendo cuál es la principal preocupación de estas madres que se enfrentan solas a la difícil labor de educar a sus hijos, añade una promesa a la que aferrarse en los peores momentos: «El Señor mismo instruirá a todos tus hijos, y grande será su bienestar» (vers. 13).
Es también el caso de Mardoqueo y su prima Ester «a quien había criado porque era huérfana de padre y de madre. […] la adoptó como su hija» (Ester 2: 5-7) No parece que Mardoqueo tuviera más hijos, o al menos, el relato bíblico no nos aporta esa información. Lo que sí se desprende del libro de Ester es el profundo cuidado de Mardoqueo hacia ella pues, una vez que es llevada a vivir en el palacio, se dice que «se paseaba diariamente frente al patio del harén para saber cómo le iba a Ester y cómo la trataban» (vers. 11). Del mismo modo ella velaba por él pues, al enterarse por sus criadas de que su primo andaba vestido de luto (con sus vestiduras rasgadas y ceniza en la cabeza) «se angustió mucho y le envió ropa a Mardoqueo para que se la pusiera en lugar de la ropa de luto» pero como él no la aceptó «ordenó que averiguara qué preocupaba a Mardoqueo y por qué actuaba de esa manera» (Ester 4: 4-5). Esta es una historia de salvación en muchos sentidos. Mardoqueo salva a Ester al adoptarla, pero Ester, por la gracia de Dios, salva a todo el pueblo judío de la muerte.
• Familias de huérfanos o abandonados.
Es el caso de María, Marta y Lázaro. Existen buenas razones para afirmar que estos tres hermanos se las tenían que apañar sin la presencia de unos progenitores. Marta probablemente era la que ejercía de “madre” al ser la más preocupada por los quehaceres domésticos (Lucas 10: 38-42). Y son ellas, las her- manas, las que recibieron el consuelo de «muchos judíos [que] habían ido a casa de Marta y de María, a darles el pésame por la muerte de su hermano» (Juan 11: 19). En el texto no se mencionan familiares ni cercanos ni lejanos. Y esta es la familia desestructurada que Jesús eligió como amigos en toda la amplitud de su significado («Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro», vers. 5), con quienes disfrutó pasando su tiempo de descanso y en cuya casa decidió pasar su última semana como hombre, la semana de la pasión (Marcos 11).
• Familias reconstruidas.
Son llamadas así las que después de una pérdida o una ruptura se unen de nuevo en matrimonio a otras personas, aportando uno o ambos cónyuges hijos del matrimonio anterior. ¿Era la de Jesús una familia así? Este es un tema controvertido entre los cristianos. En la Biblia se menciona a los hermanos y las hermanas de Jesús sin especificar si estos eran hijos o no de María (Mateo 13: 55). Muchos autores creen que eran hijos de José, pero no de María. En este sentido, Elena White, en el capítulo 9 de El Deseado de todas las gentes dice hablando de Jesús: «Sus hermanos, como se llamaba a los hijos de José» y más adelante, en el mismo capítulo, «Todo esto desagradaba a sus hermanos. Siendo mayores que Jesús, les parecía que él debía estar sometido a sus dictados», de lo que se desprende que, al casarse con María, José formó lo que denominamos una “familia reconstruida” compuesta en este caso por María, José, los hijos de José y Jesús. Lo cual da sentido a la petición de Jesús a su querido amigo Juan, cuando en la cruz dice: «Mujer, ahí tienes a tu hijo. […] Ahí tienes a tu madre» (Juan 19: 26-27). De haber tenido otros hijos, María no habría quedado al cuidado de Juan.
Así pues, sin ser estas familias ideales (ideal: Modelo perfecto que sirve de norma en cualquier dominio), fueron familias idóneas (idóneo: adecuado, apropiado, conveniente, especialmente para desempeñar una función). Familias que no cumplían el arquetipo edénico pero sí la función para la cual fue creado por Dios: la de cobijar bajo su manto a todos sus miembros, unidos por lazos más fuertes que los de la sangre.
Ante esta gran variedad de modelos de familia, la iglesia y sus miembros no pueden sino adoptar una postura inclusiva de todas las realidades en el seno de la gran familia espiritual, esa a la que Pablo llama la familia de la fe (Gálatas 6: 10). Por tanto, dejando de lado de qué tipo de familia venimos, el apóstol nos dice que «por medio de él tenemos acceso al Padre por un mismo Espíritu. Por lo tanto, ya no sois extraños ni extranjeros, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios» (Efesios 2: 18-19).
La iglesia forma una comunidad en la que todos debemos tener cabida. Una comunidad que puede y debe dar consuelo a todos aquellos que se sienten desprotegidos, faltos de afecto, necesitados de apoyo emo- cional, económico o práctico. Un conjunto de personas que actúe como una tribu, preocupada por el bienestar común por encima del individual como estrategia de supervivencia, pero sobre todo, como fruto del Espíritu.
¿Te has preguntado alguna vez qué puedes hacer por las otras familias de la iglesia? ¿Podría una madre experimentada servir de apoyo a una primeriza? ¿O podríamos, junto a nuestros niños, alegrar la vida de algún anciano o anciana que se sienta solo/a? ¿U ofrecernos a reparar alguna cosa estropeada en su casa, si tenemos ese don? Cada uno aportando lo que es, lo que sabe o lo que tiene, formando un vínculo de amor con aquellos con los que compartiremos la eternidad, cuando «las naciones de los salvos no conocerán otra ley que la del cielo. Todos constituirán una familia feliz y unida, ataviada con las vestiduras de alabanza y agradecimiento» (Elena White. Profetas y reyes, pág. 541).