Foto: (cc) Flickr/JB London. Esquina: Vania Chew.
Estaba de camino a Jericó cuando dos ladrones le atacaron. Le despojaron de todo objeto de valor, le golpearon y le abandonaron a un lado del camino, esperando la muerte. Estaba destrozado y sangrando, sin esperanza y herido. ¿No le ayudaría nadie?
Llegó un sacerdote pero apenas le miró de reojo antes de cruzar al otro lado y continuar su camino. Un levita fue la siguiente persona que pasó por allí, pero también rechazó ayudar al viajero en apuros.
Contra todo pronóstico, fue un samaritano quien se tomó la molestia de ayudar al extraño, cuidándolo y haciendo provisión para su futuro bienestar.
La parábola del buen samaritano. Es una historia que muchos de nosotros hemos leído y oído, o incluso sobre la que hemos predicado, innumerables veces, usándola para resaltar la importancia de la tolerancia, la generosidad y la compasión. Aún así, me pregunto ¿cuántos de nosotros (incluyéndome a mi misma) estamos practicando lo que predicamos?
Él estaba borracho cuando entró curioso en una iglesia adventista un sábado. Sus ropas estaban harapientas, manchadas y obviamente habían conocido días mejoes. Sus ojos estaban enteabietos, su cabello descuidado y había pasado mucho tiempo desde que fue lavado por última vez. En una congregación de miembros que acuden ataviados con ropa de diseño, él llamaba la atención como un pulgar dolorido sobresale de la mano.
Lisa* sintió un pinchazo de simpatía al ver a este hombre moverse lentamente hacia ellos.
“¡No podemos dejarle entrar!” Siseó Catherine* horrorizada. “Ha estado bebiendo y huele fatal -¿qué pensará todo el mundo?”
Lisa también estaba horrorizada… por la actitud de Catherine.
“¡Por supuesto que le vamos a dejar entrar!” exclamó ella. “Tiene más derecho a estar aquí que ningún otro.”
A pesar de que el hombre no podía oír su conversación, parecía percibir la hostilidad de Catherine.
“Sólo quiero arrodillarme,” murmuró él, casi disculpándose. “Solo quiero un lugar donde poder arrodillarme.”
“Entonces tendrá uno,” le aseguró Lisa mientras le daba la bienvenida.
Las personas en sus bancos se giraron para curiosear. Tenía que ser todo un cuadro, un borracho desesperado, sucio, arrodillado, buscando solaz en el santuario.
Es fácil señalar al sacerdote y al levita de la parábola. Después de todo, eran los líderes religiosos en su momento. Deberían haber sabido que ignorar a alguien hiere, duele y hace sufrir. Nosotros habríamos hecho lo correcto en su lugar, ¿verdad?
La mayoría de nosotros no tiene borrachos entrando en las iglesias el sábado por la mañana. Pero debe haber otras personas que no terminan de encajar en ellas, que podrían ser considerados como los “marginados”.
Quizá sea la muchacha que no se viste como los demás. La madre soltera que no es invitada a las reuniones sociales. O algún anciano al que nadie importa.
¿Quién es nuestro prójimo?
*Se han cambiado los nombres pero la historia es real.