Las pesadas gotas de sudor caían desde mi frente y aterrizaban en el piso acolchado de la sala de ejercicios. Estaba luchando para completar el último ejercicio asignado de la clase. Cincuenta flexiones de brazos y listo, ya podría irme a casa.
Como era nuevo en la clase de ejercicios, y había cultivado el gran talento de vivir sentado, esa noche fui el último que luchaba por terminar la serie. La ética de la clase nos enseña a respetar a nuestros compañeros, por lo que nadie se va hasta que todos terminan su rutina de ejercicios. Sabía que no podía irme a casa hasta finalizar las cincuenta.
Los demás estudiantes, todos más jóvenes que yo, se sentaron estirándose y relajándose, aliviados por haber finalizado. Sentí que muchos ojos estaban sobre mí, el aprendiz más lento y de más edad. Aunque mi cuerpo había protestado bastante, había descubierto que poseía la determinación y la fuerza de voluntad de seguir adelante a pesar de los difíciles ejercicios. Al menos, así lo creía. Ahora, después de completar otros ejercicios agotadores para los músculos, comencé con las últimas cincuenta flexiones.
Logré completar apenas quince antes de desplomarme en el suelo con una exclamación sorda. Respiré profundamente, hice acopio de una fuerza imaginaria, y logre completar otras ocho. Entonces cinco más. Estaba usando todas las calorías que me quedaban para terminar ese último ejercicio.
Apenas había logrado completar otras seis cuando noté un movimiento a mi lado. Bañado en sudor y también exhausto, Nate, otro de los estudiantes, se había colocado junto a mí. Él ya había terminado, pero había decidido ayudarme. «Está bien, Chandler –murmuró con una sonrisa de simpatía en el rostro– hagámoslo juntos».
Ese sorprendente acto de misericordia, de alguien que ni siquiera conocía bien, me dio una dosis extra de energía y determinación. Pude hacer diez flexiones más antes de desplomarme otra vez. Nate me esperó, observando cómo jadeaba.
Sin querer que mi compañero perdiera más tiempo, respiré hondo una vez más y seguí esforzándome hasta llegar a las cincuenta. «Gracias, amigo», dije entre jadeos después de dejarme caer ya sin fuerzas sobre la alfombra de ejercicios.
Situaciones paralelas
Aunque era mi primera experiencia en la clase de ejercicios, y la primera vez que un compañero se esforzaba por ayudarme, me di cuenta de que ya conocía la historia.
Durante mi último año de universidad, mi padre falleció inesperadamente durante el receso de primavera. Nuestra casa pronto se llenó de colegas y amigos de la Asociación General, donde trabajaba mi madre, y de vecinos y amigos de la iglesia. En cuestión de horas, algunos parientes volaron desde diversas partes del país para ofrecer también su apoyo.
Ahora, dieciséis años después, pensé asombrado en ese día difícil, porque mis recuerdos de esa pérdida están tan llenos del amor y el apoyo como de la tristeza que motivó esas acciones de bondad. Guardo imágenes mentales de gente que trabaja en este edificio [de la Asociación General], algunos de los cuales aún veo a diario, que nos trajeron comida, pasaron por casa o nos enviaron una nota para asegurarnos que oraban por nosotros en esos días difíciles.
Me asombro al pensar que es posible superar algunos momentos difíciles que nos toca vivir, pero he aprendido que el apoyo de otras personas que se interesan en nosotros realmente nos ayuda a sobrevivir. ¡Qué bendición es trabajar en un ambiente donde podemos conocer a gente que se interesa profundamente en nosotros y nuestro bienestar, que elevan oraciones por nosotros y nos animan con sus palabras!
Como creyentes, sin embargo, tenemos mucho más que un sistema terrenal de apoyo. Cuando experimentamos dolor, o creemos haber llegado al límite, tenemos un Dios que no solo prometió: «No te desampararé ni te dejaré», sino que también lo demostró con sus acciones.
Vemos su compasión en momentos de sufrimiento y tristeza; por ejemplo, cuando falleció Lázaro en Betania. Jesús conocía toda la trayectoria de la enfermedad y el deceso de su amigo, y ya tenía planes de resucitarlo. Pero al observar el dolor de los familiares de Lázaro, se sintió abrumado por la pena y lloró con profunda empatía.
Vemos su tenacidad a la hora de cultivar relaciones con personas que, bien sabía, lo traicionarían o negarían. Vemos su valor en la manera de interactuar con los afligidos por afecciones contagiosas, deformidades o graves enfermedades. Vemos su paciencia al perdonar a los que cometían vez tras vez los mismos errores, aun cuando ellos bien podrían haberlos evitado. Vemos su altruismo allí colgando de la cruz, donde sufrió la tortura física, emocional, social y espiritual. Aun cuando sintió que se le iba la vida, agobiado por atroces dolores e insultado por sus atormentadores, el Señor dedicó sus últimos momentos para ayudar al criminal moribundo de la cruz de al lado. Desde la misma cruz, con todo su horror y vergüenza, Jesús hizo los arreglos para que Juan cuidara a su madre María.
¿Está usted luchando con la muerte de un ser querido? Por decisión propia, Jesús experimentó la pérdida de su propia vida. ¿Ha conocido usted la traición? Él también la experimentó. ¿Siente que lo tratan injustamente? Jesús podría haber llenado un libro contando todas las injusticias que le hicieron. ¿Siente dolores en el cuerpo? «Él fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados» (Isa. 53:5).
Ante cada desafío que me toca enfrentar, encuentro que Jesús ya lo ha experimentado, y que lo hizo por compasión hacia mí. Se rebajó y se puso en mi posición, mientras gruesas gotas de sudor sanguinolento brotaban de su cuerpo. Sufrió junto a mí y, por supuesto, en mi lugar.
No importa qué prueba tenga que enfrentar, no solo puedo entender que él ha experimentado el mismo dolor, sino que tengo la promesa de que está dispuesto a hacerlo nuevamente en esta ocasión, brindándome su apoyo al permanecer a mi lado.
Tenemos la bendición de amar a un Dios que nos acompaña en nuestras luchas, y que también nos usa para ayudar a los que sufren. Porque él llevó nuestras cargas, podemos experimentar la bendición de llevar las cargas de los que se ven obligados a sudar a nuestro lado.
Chandler Riley trabaja en el departamento de Recursos Humanos de la Asociación General de la Iglesia Adventista en Silver Spring (Maryland, Estados Unidos). Este artículo está basado en un mensaje devocional presentado en un culto matutino en la sede central de la iglesia. Artículo publicado en Adventist World, Junio 2014.