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En el principio, Dios creó un planeta lleno de una deslumbrante naturaleza para que los habitantes de la tierra fueran felices, deseosos de compartir todos juntos las bondades increíbles de tener como amigo a Jesús, de gozar en medio de una naturaleza plena de flores con aromas fantásticos, paisajes extraordinarios, teniendo constantemente como paredes de sus casas los árboles y como techo los cielos tachonados de estrellas por la noche y por el día un azul célico, era el ideal que Dios tenía para sus hijos, los habitantes de este mundo.

«El sistema de educación instituido al principio del mundo, debía ser un modelo para el hombre en todos los tiempos. Como una ilustración de sus principios se estableció una escuela modelo en el Edén, el hogar de nuestros primeros padres. El jardín del Edén era el aula, la naturaleza el libro de texto, el Creador mismo era el Maestro, y los padres de la familia humana los alumnos» (Elena White, La conducción del niño, pág. 275).

«Creced y multiplicaos» (Génesis 1: 28). Esta fue la orden que Dios dio a nuestros primeros padres para que constituyeran familias y se esparcieran sobre la faz de la tierra.

Dios pretendía que el hogar fuera el centro de instrucción de su carácter y de perfección para la raza humana. Era el centro de la reunión divino-humana. Era el centro de la comunión entre Dios y sus criaturas. ¡Qué maravilloso amor de Dios! ¡Vivir con sus criaturas en estructuras de amor, respeto, comprensión y cariño! ¡Cuán trascendentes son tus juicios, oh, Señor! ¡Cuán perfectos tus caminos!

Dos instituciones edénicas fue las que Dios estableció en aquella semana de la creación: una el matrimonio, la otra el sábado, y ambas han sido el punto de mira de nuestro enemigo «que se llama Diablo y Satanás, y que engaña al mundo entero» (Apocalipsis 12: 9), y hasta hoy mismo, 6.000 años después, trata de denigrar el matrimonio y el día de reposo del Señor, y que lleguen a ser las dos instituciones defenestradas de este planeta, intentando borrar de la mente de la humanidad el sábado y la santidad del matrimonio.

No pasó mucho tiempo después de la entrada del pecado en el jardín del Edén cuando «Lamec tuvo dos mujeres. Una de ellas se llamaba Ada, y la otra Zila» (Génesis 4: 19).

Fue así como nació la poligamia y vemos, milenios después que, desde aquellos tiempos donde el mismo enemigo de las almas trató de desdibujar el hermoso plan de Dios para la vida de los hombres, esta otra forma de estructura familiar ha traído dolor y desgracia para todo el género humano a través de los siglos.

Fue tanta la degeneración moral en que incurrieron aquellos gigantes seres humanos antediluvianos que su maldad llegó al límite de la depravación, y Dios tuvo que volver a purificar aquella tierra fantástica que había sido mancillada. Lo realmente asombroso es que, a causa del Diluvio, el Señor volvió a dar una nueva oportunidad para los seres humanos en este magnífico planeta a través de otra familia. Dios, en su infinita misericordia, salvó este mundo a través de un remanente: el hogar de Noé.

Y fue después de aquel cataclismo cuando Noé adoró en un culto familiar al Señor nuestro Creador y Salvador.

«Por la fe Noé, advertido sobre cosas que aún no se veían, con temor reverente construyó un arca para salvar a su familia» (Hebreos 11: 7).

Dijo Dios: «Sed fructíferos y multiplicaos; llenad la tierra y sometedla; dominad a los peces del mar y a las aves del cielo, y a todos los reptiles que se arrastran por el suelo» (Génesis 1: 28), repartíos a lo ancho de la tierra, vivid en familias, deleitaos en la naturaleza que os he ofrecido, no os amontonéis en ciudades, vivid en el campo, disfrutad del aire puro, del agua fresca de los ríos y manantiales, de la compañía de los animales, disfrutad hijos míos de la naturaleza.

No mucho tiempo después de dar estas instrucciones a Adán y Eva, Caín construyó la primera ciudad de este mundo y la llamó Enoc en honor a su hijo primogénito (Génesis 4: 17), transgrediendo claramente las órdenes dadas por nuestro Señor. Volvió de nuevo Satanás, a través de Caín en esta ocasión, a malograr la vida de los seres que Dios creó, apiñándolos, juntándolos en ciudades; este no era el propósito divino para los habitantes de la tierra.

Es interesante notar que, después del Diluvio, volvieron otra vez los hombres a caer en los mismos errores que cometieron al principio construyendo otra ciudad, en esta ocasión fue Babel. «Construyamos una ciudad con una torre que llegue hasta el cielo» (Génesis 11: 4).

Los hombres volvieron a transgredir el mandamiento de Dios haciéndose sus propias casas, construyendo sus propios edificios, y la constante desobediencia a Dios no puede más que traer calamidades, maldiciones, infortunios y desdichas.

Tiempo después, otra familia volvió a coger las riendas que marcó Dios; en esta ocasión, fue la familia de Abraham quien «Por la fe Abraham, cuando fue llamado para ir al lugar que más tarde recibiría como herencia, obedeció y salió sin saber a dónde iba» (Hebreos 11: 8).

Y familia tras familia han ido entregando el relevo divino de mano en mano, de boca en boca, dando a conocer a nuestro Señor a las demás familias para que pongan en práctica lo que Dios dijo desde el principio, desde aquel jardín del Edén. Así extendiéndose por toda la faz del planeta las familias que se reúnen alrededor del altar divino, mañana tras mañana, tarde tras tarde dan a conocer las intenciones divinas del plan de salvación, no solo a sus hijos, sino a los vecinos, amigos y familiares.

La Iglesia Adventista debe ser vista por la comunidad como una referencia en asuntos de familia, un lugar donde ir cuando se necesite de ayuda.

Una de las principales preocupaciones de los adventistas del séptimo día es el fortalecimiento de las familias. La Iglesia Adventista ve a la familia como un poderoso agente de transformación espiritual en la sociedad. Es el centro de discipulado cristiano, y es la institución humana fundamental, formada por la unión de un hombre y una mujer, establecida por creación divina como medio principal para desarrollar capacidades excelentes para las relaciones íntimas con Dios y con los demás seres humanos.

Dios puso a la familia como fundamento de la sociedad. Por su origen y naturaleza, es muy grande su dignidad, merece especial reconocimiento por parte de la sociedad civil. Dios la puso también como fundamento de la iglesia y es por ello que la eligió para que pudiera llevar a cabo el crecimiento del pueblo escogido por su Creador.

La fuerza que unifica a la familia es el amor. El amor es mucho más que un sentimiento. Los sentimientos son pasajeros, y están relacionados con factores físicos, biológicos y emocionales que son cambiantes. El verdadero amor es estable, permanente y sacrificado. Es el amor lo que convierte la mera convivencia en vida familiar.

Conclusión

Cristo, nuestro Señor, es y debe ser reconocido como el salvador y cabeza de cada hogar. Cuando nos acercamos a él, los miembros de la familia están en paz con Dios y los unos con los otros. Acercarse a él es acercarnos unos a otros, padres e hijos, en el amor, en el perdón, en la reconciliación y la restauración.

Él quiere ser, y de hecho ya es, de la familia. Vino a enseñarnos a compartir todo su ser, a disfrutar del hogar, de la familia… él es nuestro hermano mayor a quien se le consulta todo por su experiencia, su amor, su comprensión. Estar a su lado es tener una experiencia divina ya en esta tierra, pues Jesús «no se avergüenza de llamarnos hermanos» (Hebreos 2: 11). Él es de la familia, siempre debe permanecer con los nuestros, los de casa, esposos, esposas, hijos, todos juntos ofreciendo al mundo una testificación atractiva, ya que como hogar somos el campo misionero más importante. Podemos ayudar a las familias a descubrir y utilizar sus dones espirituales en la comunidad donde viven; a nuestros familiares que no son creyentes, a relacionarse con Jesús; a nuestros vecinos, entablando amistad y compartiendo las bendiciones de nuestro Señor Jesús y, por supuesto, apoyando con nuestras oraciones, ofrendas y servicio, los esfuerzos misioneros de la iglesia.

Revista Adventista de España