Fuera de los muros de Jerusalén hay una tumba vacía, tiene algunas características que la hacen única. Es única porque está pensada para que el cuerpo del fallecido quede depositado a la derecha, porque está en un jardín que fue propiedad de un hombre rico, porque se enterró en ella a uno para el que no estaba diseñada, un hombre más alto (tuvieron que añadir unos centímetros excavando en el hueco original), porque hay evidencias cristianas de ser un lugar importante desde tiempos del cristianismo primitivo. No es el Santo Sepulcro. Pero lo más importante es que sigue vacía, está destinada a estar así para siempre.
Muchas veces nos preguntamos dónde está Dios. Su ausencia se hace insoportable y como consecuencia lo negamos, cuando su existencia y su ausencia nos parecen un contrasentido. “Sería peor que existiera y me dejase solo”, dice desolado el ser humano que sufre la injusticia y el abandono. No es una situación que Dios no comprenda en plenitud y experiencia, pues del Hijo también se escucho: “Padre, porqué me has abandonado”.
Es difícil aceptar a Dios, no se parece a nada que conocemos ni a lo que no conocemos, no hay referencia comprensible excepto Cristo. También es difícil aceptar que un humano fue engendrado del Espíritu y que Dios se hizo hombre. Pero lo más difícil es aceptar lo que somos, nuestras carencias e imposibilidades, nuestro alejamiento de Dios y sus consecuencias, y sin embargo nuestra posibilidad de eternidad. Todo en Dios nos desborda misteriosamente, pero ese misterio nos salva y nos transforma hoy. Dios se hace presente en cada ser sufriente mediante el Hijo amado, en la desolación, el abandono, la injusticia más grave, allí está el Señor de señores y Rey de reyes, aunque no lo veamos porque no está a nuestro lado, como esperamos, sino en nuestro lugar: Cristo es el Dios inesperado.