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Imagina que llevas tiempo recluido en casa, inmovilizado por una inexplicada parálisis. ¿Un virus? ¿Otro más? No sabes nada. Sólo sabes que ahora te toca vivirlo todo a distancia desde el cuarto donde estás confinado la mayor parte del tiempo. Ese es tu mundo, tu celda, tu cárcel. Aislado de todos por una discapacidad sin remedio, culpabilizado por un secreto paralizante que con nadie compartes…
Pocos encierros son tan dolorosos como el de quien se siente apresado por sus sentimientos de culpa.
Dependes de los demás para todo. Ya apenas hablas. No te quedan fuerzas ni ganas para nada. Haría falta mucha resignación para aceptar que la vida va a ser así, siempre. Porque para lo tuyo no existe antivirus. Y cada vez irá a peor. Jornadas sin futuro y noches de insomnio.
Cuando se es muy desgraciado y no se tiene esperanza de que la vida cambie, soñar con una vida mejor acaba siempre en tortura.
Y tú ya no te atreves a soñar con que Dios se apiade de ti, te perdone lo que hiciste mal y te permita volver a ser libre…
Sí, tus seres queridos te cuidan y te sonríen. Por supuesto. El dolor une mucho. Les da lástima verte así, cargado con tu pena, sintiéndote culpable de la desgracia que te dejó paralizado ya hace tanto tiempo. Pero cuando se van, tú escondes la cara hacia la pared y lloras.
Esa mañana has vuelto a sumirte en tu llanto.
Al encuentro de Jesús
De pronto un grupo de tus amigos irrumpe en tu casa. Sin apenas explicaciones, te acomodan bruscamente en tu camilla y te llevan al encuentro de Jesús. Ese maestro al que ya has oído hablar de un Dios de amor, que quiere darnos a todos vida abundante, paz interior y gozo pleno.
¡Cuánto quisieras que fuera capaz al menos de aliviar lo que no parece tener cura, en esta situación caída en la que te sientes, en la que el amor que -dicen- sostiene el universo no parece protegernos de ningún mal! Aunque solo fuera darte el antídoto que pusiera un ápice de movilidad en tus extremidades contrahechas…
Aunque solo fuera ponerte en sintonía con el poder que mueve el universo e iluminar tu realidad maltrecha con la esperanza de un antivirus que te saque del aquí y del ahora.
En ese preciso instante, un rayo de sol ilumina la oscuridad de la casa en la que te han metido no sabes cómo.
¿Un portentoso signo del favor divino?
Nada de eso. Es un agujero en el techo.
Tus resolutivos amigos han decidido pasar por encima del gentío y te han metido en la casa donde el maestro se encuentra.
Ahora tiemblas aterrado ante tanto atrevimiento.
Cristo perdona tus pecados
Y de nuevo el remordimiento vuelve a embargar tu mente, con la idea obsesiva que jamás te abandona, de que tú tienes la culpa de tu desgracia. Ahora temes que el maestro te envíe fuera su presencia, como Dios parece haber hecho. Eso es lo que te aseguraron los fariseos y los sacerdotes, cuando tu familia les pidió ayuda con la esperanza de recibir consuelo. Pero ellos te declararon fríamente culpable de tu mal, y justamente merecedor de la ira divina.
Cuando abres por fin los ojos que no te has atrevido a abrir hasta ahora, ves el rostro del maestro que, increíblemente, te sonríe. Y tras un instante de recogimiento, como si te estuviese leyendo el pensamiento, Jesús te anuncia con todo el amor del mundo:
—Hijo mío, no sufras más. Dios te ama, aunque te cueste creerlo, y ya hace tiempo que tus pecados te son perdonados.
Y tú te sientes tan sorprendentemente feliz que ya no esperas nada más. Estás perdonado, y eso es lo que más querías. Ya no tiemblas. Ya no tienes miedo. El nudo que te oprimía el corazón se ha desatado. El peso de aquella culpa inconfesada que te paralizaba por dentro se ha esfumado. Y te sientes tan ligero y gozoso que en tu mente ya te has puesto a bailar. Te encuentras tan bien que ya no deseas moverte de allí. Con ver a Jesús y al cielo que enmarca su rostro, allá arriba, ya tienes bastante. Ahora que tus faltas han sido perdonadas todo lo demás no tiene importancia.
El perdón divino
Jesús mira ahora a los fariseos que murmuran entre sí, y les dice muy serio:
—¿Qué estáis tramando en vuestros corazones? Vosotros sabéis mucho de pecados, pero muy poco de Dios. ¿Os parece fácil perdonar pecados? Liberar a un corazón angostado del sentimiento de culpa es quizá la tarea más difícil con la que nadie se puede enfrentar. Porque para poder llevarla a cabo Dios necesita que el pecador se arrepienta de veras y confíe en su gracia con el deseo de liberarse de una vez por todas del mal que le oprime. Y ¡qué lejos están los pecadores como vosotros de reconocer sus faltas y de desear el antivirus que os podría liberar de ellas definitivamente!
Porque el perdón divino no es un sentimentalismo blando que sonríe bonachón ante los errores cometidos. El perdón de Dios es un antivirus potente, una acción creadora encaminada a rehacer nuestra vida devastada por el mal, consciente de la gravedad de ese mal, pero llena de amor hacia quien lo ha cometido. Por eso el perdón humano debería esforzarse por imitar el divino en una acción constructiva encaminada siempre a vencer el mal con el bien.
Pues bien, para que sepáis que Dios me ha enviado entre vosotros para liberaros para siempre del virus del pecado y del peso de la culpa, y para que sepáis que este pecador ha aceptado plenamente el perdón divino y ha cumplido todos los requisitos para recibirlo…
Ahora Jesús te mira a los ojos. La luz del cielo se refleja en su semblante.
Perdonado… y sanado
Se inclina hacia a ti, te tiende su mano, y mientras una extraña sonrisa ilumina su rostro te ordena:
—Arriba. Levántate, recoge tu camilla y vuélvete a tu casa.
Al sentir la cálida fuerza de su mano en la tuya, un escalofrío recorre tu cuerpo. Fascinado por esta orden increíble te incorporas ágilmente de un salto y te plantas de pie, increíblemente sano.
Un coro de gritos de alegría y un estallido de aplausos explota en la azotea entre tus amigos y se prolonga en una atronadora ovación que parece que vaya a derrumbar el patio.
Aturdido, emocionado, tú te abres paso entre el gentío, con tu cama bajo el brazo, saltando de alegría, radiante de gozo, pisando fuerte sobre tus nuevas piernas, inmensamente feliz.
Al llegar a la calle, tus amigos se precipitan a tu encuentro y te estrechan todos juntos en un interminable abrazo.
Bandadas de palomas alertadas de los terrados vecinos levantan su vuelo en estampida hacia el cielo, como si compartieran la alegría de los mozos.
Y es que, en efecto, hay más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no creen necesario el antivirus del perdón (Lucas 15:7).
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Paráfrasis basada en Marcos 2:1-12; E. G. White, El Deseado de todas las gentes, pág. 232-237 y R. Badenas, Encuentros decisivos, capítulo 8: “El perdón” (pp. 109-118).
Autor: Roberto Badenas, escritor, profesor y pastor jubilado de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en España.