Cuentan que Perugino, el gran pintor italiano de la Edad Media, había decidido no pedir perdón a Dios por sus pecados si, en el último momento, se daba cuenta que lo hacía movido por el miedo. Le parecía que lo contrario hubiera sido insultar al Todopoderoso. El pintor sostenía que si él en su profesión destacaba como tal… la profesión de Dios era perdonar, y Él destacaba mucho más.
El perdón de Dios
Aquel artista no iba muy desencaminado. El perdón de Dios es parte de lo que Él es, es parte de su naturaleza misericordiosa. Pero para perdonar o ser perdonado, hay un requisito fundamental: el arrepentimiento y la confesión al ofendido y a Dios. Dios perdona a todos los que le piden perdón, siempre que se arrepientan y no quieran volver a hacerlo. Isaías 1:20 habla del generoso perdón de Dios:
“Lavaos, limpiaos. Quitad de mi vista la iniquidad de vuestras obras. Dejad de hacer lo malo. “Aprended a hacer bien. Buscad justicia, restituid al agraviado, defended al huérfano, amparad a la viuda. “Entonces venid y razonaremos —dice el Eterno—. Aunque vuestros pecados sean como la grana, como la nieve serán emblanquecidos. Aunque sean rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana. “Si queréis obedecer, comeréis el bien de la tierra. “Si rehusáis y sois rebeldes, seréis consumidos a espada”; porque la boca del Eterno lo ha dicho”.
Dios nos perdona cuando de verdad nos arrepentimos. Podemos haber cometido los más horribles crímenes, sin embargo, Dios, el Todopoderoso, el que es amor en esencia, nos perdona como una madre perdona a su hijo drogadicto que desea volver a casa. Lo perdona, no porque lo merezca sino porque es lo que más ama en este mundo. Le quiere tanto, que si el hijo vuelve a casa, ella le perdonará y no volverá a acordarse de los errores que su hijo a cometido. Está feliz porque de nuevo tiene en casa a su pequeño.
Así, en la Biblia se nos relata una parábola sobre el perdón, es la parábola del Hijo Pródigo que se encuentra en Lucas 15:11-32.
El hijo pródigo o el amante padre
Jesús siguió contando: “Un hombre tenía dos hijos. El menor dijo a su padre: ‘Padre, dame la parte de los bienes que me corresponden’. Entonces el padre repartió la herencia. No muchos días después, el hijo menor juntó todo, y se fue a un país lejano. Y allá desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Cuando hubo malgastado todo, vino un gran hambre en aquella provincia, y empezó a faltarle. Y se fue lejos y llegó a un acuerdo con un ciudadano de esa tierra, que lo envió a su hacienda a cuidar los cerdos.
Y deseaba llenar su estómago de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Al fin volvió en sí, y pensó: ‘¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí padezco hambre! Me levantaré, iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. ‘Ya no soy digno de ser llamado tu hijo. Trátame como a uno de tus jornaleros’. Y levantándose, volvió a casa de su padre.
Y cuando aún estaba lejos, su padre lo vio venir, y se enterneció. Corrió, se echó sobre su cuello, y lo besó. Y el joven le dijo: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo…’ Pero el padre dijo a sus siervos: ‘¡Pronto! Sacad el mejor vestido, y vestidlo. Poned un anillo en su mano, y sandalias en sus pies. Traed el becerro grueso, y matadlo. Y comamos, y hagamos fiesta. Porque este hijo mío estaba muerto, y ha revivido; se había perdido, y ha sido hallado. Y empezaron a regocijarse. El hijo mayor estaba en el campo.
Cuando vino y llegó cerca de casa, oyó la música y vio las danzas. Y llamando a un criado, le preguntó qué era eso. Y él le contó: Tu hermano ha vuelto, y tu padre mandó matar el becerro grueso, por haberlo recibido sano. “Entonces el hermano mayor se enfadó, y no quería entrar.
Por eso, su padre salió, y le rogaba que entrase. Pero él respondió al padre: ‘Hace tantos años que te sirvo, sin haberte desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para disfrutarlo con mis amigos. Y ahora que vino tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has matado para él el becerro gordo. Entonces el padre le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas. Pero era necesario hacer fiesta y alegrarnos, porque tu hermano estaba muerto, y ha revivido; estaba perdido, y ha sido hallado”‘.
Dios es como ese padre, no importa lo que hayamos hecho, Él nos ama y nos perdona siempre que nos arrepintamos de corazón.
Nueva criatura en Cristo
A la prostituta que llevaron ante Jesús en Juan 8:11 para que la acusara, él la perdonó y simplemente le dijo: “Vete, y desde ahora no peques más”.
Eso nos dice a nosotros. Puedes sentirlo mirándote tiernamente, con los ojos de una madre, con esa mirada dulce y cariñosa: “Te amo. Te amo tanto, que morí por ti… Te has equivocado, has cometido errores, pero Yo los borro con mi sangre si tu vienes a mi arrepentido y no quieres volverlo a hacer”.
Cuando experimentamos el perdón de Cristo, ya no volvemos a ser los mismos. Si nos dejamos, el Espíritu Santo nos transforma. El amor de Dios nos llena y cambia nuestro corazón, nuestra mente, nuestros gustos, nuestro todo. El carácter de Cristo va reflejándose en nosotros a medida que pasamos más y más tiempo con Él.
Perdónate a ti mismo
No tiene sentido sentirse culpable por algo que ya ocurrió, por algo por lo que ya pediste perdón. Cristo te da una nueva oportunidad. No importa las veces que caigas, la única que cuenta es la última, las demás fueron borradas. Aún si tus errores dejaron manchas rojas como el carmesí, al arrepentirte fueron lavados en la sangre de Jesús y hoy tu vida está limpia y blanca como la lana.
¿Tienes cargas en tu corazón? ¿Sientes que te has equivocado de camino? ¿Crees que no puedes cambiar? ¡No por ti mismo! Pero para Dios no hay nada imposible. Jamás pienses que está todo perdido. Nunca te rindas. No creas que no tienes remedio. No te des por vencido.
Nunca dudes del amor de Dios. Te ama, es todopoderoso y está deseando perdonarte y restaurarte. Solamente necesita que te rindas, que te entregues a Él, que le des todas tus miserias, tus lágrimas, tus frustraciones, tus errores…. Todo. Y que le permitas cambiarlo. Dale toda tu podredumbre y verás brotar hermosas flores. Dios aún sigue haciendo milagros, y los más grandes en tu interior.
Entrégale todas tus equivocaciones, todas tus transgresiones, todos tus vicios a Él y los hará desaparecer para siempre.
Dios tiene el poder de cambiar tu vida, de restaurarla completamente. No es imposible, lo he visto muchas veces. Lo he experimentado. No cometas el error de subestimar el poder de Dios o Su amor por ti. Entregó Su vida para salvarte ¿Qué no hará para que vivas eternamente a Su lado?
Si decides rendirte y entregarle todo a Él; quitar tus cargas y ponerlas a sus pies; abrazarle y no soltarle nunca más… Él hará puentes para que vuelvas al camino correcto. No tengas miedo, tan solo confía. Si te vuelves a Él, si quieres restaurar los lazos de amor con Tu Padre celestial, Él te promete en el Salmo 91: “Me invocarás, y yo te responderé. Contigo estaré en la angustia, te libraré y te glorificaré“.
Sólo tienes que pedir perdón y arrepentirte sinceramente, Él perdona siempre.
Autora: Esther Azón, teóloga y comunicadora. Coeditora y redactora de Revista.adventista.es y QueCurso.es, gestora de las redes sociales de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en España y asistente de dirección y producción en HopeMedia España.
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