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Naturalia buscaba estudiar las diferencias que se producen en la naturaleza entre la primavera y el otoño y para ello envió un proyecto de educación ambiental al Parque Nacional de Monfragüe, en Cáceres. Un buen grupo de miembros y amigos de Naturalia estuvieron en primavera y volvieron al parque entre los días 4 y 6 de octubre, en otoño. Eran esta vez un grupo de 22 participantes. La mayor parte eran adolescentes dispuestos a disfrutar del medio natural con todos sus sentidos. Vieron, oyeron, olieron y palparon un mundo que no siempre nos es próximo e incluso ni siquiera conocido. Al llegar, no se olía el humo de los coches, ni se oía el ruido de las máquinas y por la noche el cielo desplegó sus más elegantes y chispeantes luminarias, haciendo entrega de una profunda paz.

Se observaron menos especies que en primavera. Algunas de ellas habían iniciado el largo viaje hacia África. Otras comenzaban a ralentizar sus movimientos y se hicieron menos visibles. Ya no se producían los frecuentes juegos amorosos tan propios de la primavera. Pero quedaba uno espectacular: ¡la berrea de ciervos! La silenciosa noche, tan solo adornada por las estridulaciones de los grillos, se rompía con aquellos bramidos de los machos que marcaban su territorio en la noche. En la primavera, los machos habían comenzado a desarrollar sus cornamentas, preparándose para las luchas por mantener su derecho de reproducción. Ahora, en otoño, los cuernos mostraban su valía y se pudieron observar machos incluso en la noche, como fantasmagóricos habitantes del bosque que clavaban sus reflectantes ojos en los visores nocturnos. No había que ir muy lejos, estaban allí, alrededor de los chozos, en el lugar en el que descansaban. Cuando buena parte de la naturaleza comienza a adormecerse, los ciervos, sobre todo los machos, se mostraron en su máximo esplendor. Para ellos, la primavera es el momento de alumbrar a sus cervatillos.

Gracias a un permiso especial (en un parque nacional no se debe tocar nada) para muestrear las aguas de un arroyo cercano, se pudo hacer una sencilla evaluación ecológica de aquel curso de agua. Tanto los resultados del análisis físico-químico del agua, como los de invertebrados acuáticos y los de vegetación del cauce no ofrecieron diferencias significativas entre ambas estaciones. Los invertebrados acuáticos recolectados fueron prácticamente los mismos, pero se notó que el ritmo de aquella vida tomaba un curso más tranquilo llegado el otoño. Eso sí, se constató que el arroyo de Malvecino, como se denomina el protagonista de las pesquisas ecológicas de Naturalia, goza de buena salud.

El muestreo de microinvertebrados, que da fe de cuál es la calidad del agua para mantener la vida, fue el que deparó los momentos más especiales. En la cubeta de recuento tuvieron maravillas, y a pesar de ser bastante comunes, no escatimaron esfuerzos por mostrar la magnífica firma de su Diseñador. Con absoluta humildad, el zapatero o aclarador (una chinche de agua del grupo de los gérridos) mostró cómo se puede caminar sobre el agua, gracias al milagro de una de las propiedades del agua, la tensión superficial. Pero el escribano (un coleóptero acuático) tampoco les privó de sus misterios y, al acercarse a él con la lupa, pudieron comprobar cómo su vista está dividida para ver perfectamente tanto fuera como dentro del agua al mismo tiempo, gracias a dos ojos que se disponen fuera del agua y otros dos bajo ella.

Pero no todo fue disfrutar de las maravillas de la Creación. También se enfrentaron a su parte más triste y menos agradable. Todos los participantes tuvieron el privilegio de visitar el Centro de Recuperación de la Fauna y Educación Ambiental Los Hornos, fuera del parque de Monfragüe y en las proximidades de Cáceres. Allí pudieron contemplar el gemido de la naturaleza ante el mal que se extiende por el planeta. Según muchos de ellos, fue maravilloso poder tener un águila imperial al alcance de la mano y al mismo tiempo les resultó triste, porque aquel animal no pertenecía a aquel lugar. Un cable de alta tensión en su camino le había segado un ala. ¡Nadie la volverá a ver surcar el cielo majestuosa!

Harri, la lechuza, les enseñó los secretos del vuelo nocturno silencioso. Esos secretos se encuentran en sus plumas. Y los descubrieron en el increíblemente sedoso tacto de su espalda emplumada. La “seda” de sus plumas, una fina vellosidad que va añadida a la estructura propia de la pluma de cualquier ave se siente con los dedos, se intuye a la vista y se descubre totalmente con el microscopio. Les mostró aquel secreto porque le faltan los ojos, y ahora, exhibe, a quien visite el centro, lo que sería extraordinario poder disfrutar observándola en libertad, con sus alas desplegadas, cortando el aire sin hacer el menor ruido.

‘Por favor, comenta Celedonio, aunque el águila perdicera de la foto que ves en esta comunicación de nuestra experiencia en Monfragüe te parezca grotescamente mal encarada, tenle compasión. Su cara está quemada por una electrocución y desde entonces está tuerta. Resultó enriquecedor descubrir que hay personas que vocacionalmente se ocupan de los más vulnerables, de los hermanos más pequeños de la gran Creación, cuidando y, cuando es posible, devolviendo a su medio a esas criaturas que caen víctimas del mal que asola el mundo. Hemos disfrutado y hemos aprendido. Volveremos a la naturaleza, a preguntarle y a escucharla. Te invitamos a unirte a la experiencia única de contactar con la creación, de contactar con el Creador’.

Revista Adventista de España