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“La revelación de Jesucristo, que Dios le dio, para manifestar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto” (Apoc. 1: 1).

“Misterios,” “secretos,” “enigmas”, “códigos”, “descifrar”. Estas y otras palabras por el estilo abundan en la literatura acerca del Apocalipsis dando la impresión errónea de que el mensaje del libro es difícil de comprender o, en palabras de los magos de la corte de Nabucodonosor: “difícil, y no hay quien lo pueda declarar. . . salvo los dioses cuya morada no es con la carne” (Dan. 2:11).

Por el contrario, el título mismo del libro, Apocalipsis, destaca desde el primer versículo que nunca fue la intención de Dios ocultar algo, sino ponerlo al alcance de todos. Precisamente el significado del término griego apokalypsis es “develar”,  “descubrir”. Incluso las palabras con las que el libro comienza dan testimonio de ello: “La revelación. . . que Dios le dio . . . para manifestar . . . las cosas que deben suceder pronto” (Apoc. 1: 1). Y como una confirmación adicional, la última orden de Dios a Juan en la conclusión del documento fue: “No selles las palabras de la profecía de este libro” (Apoc. 22: 10; cf. Dan. 12: 4, 9).

Esto armoniza perfectamente con la intención de Dios para toda la Biblia, y principalmente para sus porciones proféticas: “Porque no hará nada Jehová el Señor sin que revele su secreto a sus siervos los profetas” (Amós 3:7).

¿Por qué, entonces, ha sido el mensaje del Apocalipsis un desafío tan formidable para tantos a lo largo de los siglos? ¿Por qué existe un caos tan grande de interpretaciones acerca de casi cada una de sus palabras?

“Bienaventurado el que lee, y los que oyen las palabras de esta profecía, y guardan las cosas en ella escritas”, dice la primera de las siete bienaventuranzas del libro (Apoc. 1: 3). Tal vez el problema ha sido que no hemos estado tan dispuestos a leer y escuchar el Apocalipsis como a hablar y a escribir acerca de él. Tal vez hemos perdido de vista el hecho de que el Cordero es el único digno y capaz de abrir el rollo y hacer que su contenido resulte comprensible para nosotros. Tal vez esa es la razón por la que la frase “el que tiene oído, oiga” es la que más se repite en el libro, resonando como un eco por doquier a través de él, sobre todo en sus lugares más cruciales (Apoc. 2 y 3; 13:9; cf. 22:18).

Algunas décadas antes de que Juan recibiera de Jesús, y acerca de él, la revelación del Apocalipsis, Cristo también pasó inadvertido para dos de sus perplejos discípulos. Fue entonces cuando “les declaró en todas las Escrituras lo que de él decían” (Luc. 24: 27) que “les fueron abiertos los ojos y le reconocieron” (vers. 30). La reflexión final de ambos acerca de esa experiencia fue: “¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?” (vers. 32).

Al igual que entonces, el Cordero con siete ojos (Apoc. 5:6), símbolo de omnisciencia,  que Juan vio de pie sobre el trono puede y desea mostrarnos, a ti y a mí, el verdadero significado de “las cosas que son y las que han de ser después de estas” (1: 19). Si se lo permitimos, Jesús nos conducirá cada día, y a lo largo de nuestra vida, a través de la tormenta hasta el puerto de la salvación.

 

Una oración para hoy: Oh, Cordero de Dios, abre por favor los ojos y los oídos de mi percepción espiritual para que pueda contemplarte en el Apocalipsis y escuchar tu voz revelándome tu voluntad y tus planes para mí hoy y cada día. Ayúdame a resistir la tentación de creer que sé más que tú o que puedo entender algo sin ti. Amén.

 

Autor: Hugo Cotro. Pastor, doctor en Teología y docente universitario. Actualmente ejerce su ministerio como profesor en la Universidad Adventista del Plata, Entre Ríos, Rep. Argentina.

Foto: Diz Play en Unsplash

Revista Adventista de España